miércoles, 30 de agosto de 2023 0 comentarios

ADOLESCENTE DE 12 AÑỌS SE ENAMORA DE UNA MUJER CASADA | Malena Resumen e...

lunes, 1 de noviembre de 2021 0 comentarios

LA HUELLA DE TUS MANOS

 

domingo, 15 de agosto de 2021 0 comentarios

UNA TORMENTA PERFECTA

De mi libro CRÓNICAS, RELATOS Y CUENTOS. En recuerdo de ese pueblo inolvidable de Almaguer donde permanecí mi primer año de médico rural hace cerca de medio siglo. UNA TORMENTA PERFECTA Varios años después apareció la epidemia de “gripa asiática”. Por las calles empedradas de aquel pueblo solo se percibía un silencio extraño y un miedo creciente e inexplicable contra un mal que nadie sabía de dónde había llegado ni cómo se curaba. Miles de ciudadanos se refugiaban en sus casas y ensayaban el uso de pócimas y bebedizos tradicionales contra el “soroche” y otros males reconocidos. Muchos buscaban al médico del Centro de Salud donde hacían cola decenas de pacientes aquejados de lo mismo: un dolor de cabeza insoportable, fiebre alta, dolor de garganta, tos seca, mareos, vómito y ocasional trastorno gastrointestinal. Aun no se sabía de muertes atribuidas al mal. Para Don José Londoño, el farmaceuta del pueblo se trataba de “un virus que anda” y todo el mundo lo bautizó con ese nombre que más tarde se reconoció como “la gripa asiática”. A todos los estudiantes internos de la Escuela Normal donde estudiaba les empezó a doler la cabeza, sudaban profusamente, se les enrojecían los ojos y tosían sin parar. Por indicación de un médico del hospital local se decretó una cuarentena y todos los internos debían guardar cama, tomar líquidos suaves e ingerir analgésicos, antitusivos y además, prescribió algunos medicamentos especiales para los más afectados. Como no había sino dos enfermeras, insuficientes para atender a toda la población, seleccionaron a tres de los estudiantes que aún no teníamos la enfermedad para que ayudáramos a los demás. Un día después, el único que no había sido afectado por los síntomas de la epidemia era ese extraño y delgado estudiante de catorce años en que me había convertido entonces, por lo que asumí el papel de enfermero de mis compañeros con un grato sentimiento de solidaridad, motivado por expresiones cariñosas de algunos de ellos a quienes suministraba analgésicos para la cefalea y dolores articulares, sulfa metoxi piridazina para los que ya tenían afectados los bronquios, así como compresas húmedas y líquidos. Fue una actividad que duró dos semanas aproximadamente y aunque desde entonces hasta ahora han transcurrido seis décadas, aún me sorprendo cómo fue que permanecí en contacto con todos mis compañeros sin ninguna clase de protección y sin desarrollar los síntomas de aquel mal colectivo. Para entonces mis sueños de adolescente eran convertirme algún día en una estrella del derecho, sin embargo, cuando llené el formulario de ingreso a la universidad, descubrí que había escrito Medicina, inusitadamente movido por una inspiración desconocida. Diez años después estaba de regreso a esos pueblos del sur del Cauca convertido en médico. Y pasarían muchos años para que lograra entender por qué aquella primera vez había sobrevivido inmune a la enfermedad. En el último cuarto del pasado siglo comencé a descifrar el enigma en que había desembocado mi vida. Fue a mediados de octubre de 1975 en San Juan de Almaguer donde me encontraba cumpliendo el año de medicatura rural, donde el destino propició las increíbles circunstancias que me correspondió vivir. El Centro de Salud era una edificación grande, que sobresalía quizá porque permanecía inacabada desde hacía varios años. Contaba con dos alas y tan solo en la parte norte tenía pisos de baldosa en el cuarto destinado a consultorio y la estación de enfermería. En el resto apenas existía el piso primario en cemento. En la parte sur se encontraban cuartos y corredores en obra, sin vidrios en las ventanas y sin puertas. Entre las dos alas existía una pequeña casa que contaba con sala, cocina, un cuarto con baño y un gran patio posterior destinados al servicio del médico asignado al lugar. Curiosamente, esta era la única parte del conjunto que estaba terminada. El invierno de entonces en aquel nudo de montañas que conforman el Páramo de las Papas, habían mantenido al pueblo resguardado en sus centenarias viviendas y la quietud era aún mayor, porque debido a los interminables aguaceros se habían producido decenas de derrumbes en la única carretera que conectaba con el Valle del Patía por lo que desde hacía veinte días no ingresaba el transporte público que día por medio hacía la ruta desde Popayán. El pueblo más cercano era Bolívar, y para llegar a él descendiendo por peligrosos caminos llenos de barro donde se enterraban los cascos de las bestias, se necesitaban más de tres horas, lo cual hacía imposible abandonar el pueblo a no ser por razones de vida o muerte. Fue en esas circunstancias cuando emergiendo de la neblina y chorreando agua y barro por toda parte apareció un grupo de campesinos que cargaban en una parihuela de guadua el cuerpo de un niño de aproximadamente diez años. Estaba yerto, con las extremidades entumecidas y con una terrosa palidez que asustaba. Esa mañana su madre lo había enviado a cortar pasto para alimentar la camada de cuyes y conejos que se multiplicaban encerrados en la cocina unos y en el enmallado muro posterior de la cabaña los otros, cuando resbaló en la cuesta donde crecía el pasto elefante predilecto para los animales, con tan incierta suerte que al caer, el afilado cuchillo que portaba se le enterró en el abdomen. El chico había gritado pidiendo auxilio, pero había sido en vano por la distancia adonde se encontraba y tan solo dos horas después el padre había salido en su búsqueda encontrándolo semisentado, junto a un árbol, esperando confiado en que irían a buscarlo. Desde ese momento y hasta el ingreso al Centro de Salud habían transcurrido más de siete horas. La duda de los campesinos radicaba en que el estoico muchacho, hecho en la reciedumbre de la montaña, no se quejaba de dolor y la herida no sangraba. Tan solo horas después, cuando comenzó a distenderse el abdomen y la palidez se hacía más pronunciada, comprendieron que habían perdido un tiempo precioso y apresuradamente armaron la parihuela para trasladarlo, cuando ya arreciaban las lluvias y se aproximaba la completa oscuridad. Remitirlo en esas condiciones era una verdadera irresponsabilidad y era tan grave como hacerle cuidados paliativos mientras avanzaba el sangrado y la inminente peritonitis que se insinuaba en el abdomen agudo que presentaba el pequeño paciente. Fue en esos momentos que sentí el indeleble e incesante llamado de esa voz interior que se manifestaba de manera inconsciente: - “Estoy contigo. Puedes lograrlo. ¡Hazlo!” Conmovido ante las lágrimas y ruegos de esa madre atribulada por el dolor y conmocionado por la inmensa responsabilidad que conllevaba esa decisión para el resto de mi vida, asumí el reto de operarlo allí mismo, utilizando el dormitorio esterilizado a las volandas con formol como sala de cirugía, el diván de examen como cama quirúrgica, un bisturí, una tijera de tejido, y dos pares de pinzas para efectuar suturas y contener vasitos sangrantes en la estación de enfermería, además de un frasco de Ketamina que guardaba como recuerdo de mi paso por las salas de cirugía del hospital universitario donde me había formado. Me apoyé en la confianza ciega y lealtad a toda prueba que me brindaron una vieja auxiliar de enfermería curtida en mil batallas y un joven inspector de saneamiento con el temple suficiente para afrontar semejante osadía. Durante un par de horas hice de anestesiólogo y cirujano, Emilia se graduó de Cirujana ayudante en ese acto temerario que permitió reparar el estómago perforado de aquel cuerpo inerte, lavar sus cavidades y luchar denodadamente para reingresar el contenido intestinal a su lugar. La secretaria del Centro trajo agua hervida en un platón en la que se disolvió el contenido de diez frascos de estreptomicina para desinfectar la cavidad y los intestinos que habían salido expelidos como el aire de una llanta pinchada. Pero al final, movidos por un soplo de inspiración angélica, logramos cerrar de nuevo el abdomen dejando un dedo de guante como único drenaje, mientras llegaban los antibióticos indispensables en el posoperatorio para cuya consecución el padre había partido a caballo en medio de la tormenta al filo del amanecer. Cuando salimos con los ojos enrojecidos por los vapores irritantes del formol, encontramos cerca de setenta personas en la sala de espera de consulta externa, con velas encendidas y en medio de una vigilia que tenía el carácter de un concilio sagrado que convocaba la fuerza sobrenatural de la fe en Dios de todos los allí presentes. Cuando se enteraron que el niño seguía vivo, todos exclamaron mirando al cielo y sollozando: - ” ¡Gracias Dios mío por habernos escuchado!” “¡Gracias Señor!” Busqué refugio en el consultorio para meditar en lo que había sucedido y ahí, intimidado ante la grandeza de Dios, agradecí su indudable intervención en ese instante de mi vida. Ocho días después lo despedía de abrazo cuando le di de alta. Retornaba a sus montañas con sus padres quienes habían hecho guardia toda esa semana, pendientes de su delicado estado, mientras una interminable romería que incluyó al alcalde y su equipo de gobierno, el cura, las monjas de la Normal de señoritas y simples curiosos, deseaban comprobar por sus propios ojos que ese hecho había sido posible.  
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UNA NOCHE EN MAKUMBA

De mi libro CRÓNICAS, RELATOS Y CUENTOS, he extraído este que fue un RECONOCIMENTO en vida a mi amigo de la infancia y gran arquero colombiano OTONIEL QUINTANA.
UNA NOCHE EN MAKUMBA Crecimos sueltos. En esa época nada importaba, ni el sol ni la lluvia. A nadie le preocupaba incluso si se hubiera ido la luz cuando ya estaba cerrada la noche. Todos sabían que los muchachos estábamos parados en las afueras del kiosko, prendidos de las barandas de guadua viendo bailar a los grandes con las muchachas más bellas del pueblo. Era una imperturbable ceremonia que comenzaba alrededor de las dos de la tarde de los sábados y domingos cuando algunos barrían, trapeaban y secaban con aserrín la pista a la que le aplicaban cera para que a los bailadores les quedara fácil hacer los movimientos más complicados. Los chicos hacían el oficio con placer bajo una sola condición invariable: que el administrador prendiera el equipo y colocara las últimas canciones de moda. Y esa era la única forma de conseguir la participación de cuatro o cinco pelafustanes que hacían el oficio con gusto. Algunos de ellos imitaban a Piro amacizando su escoba tal y como aquel avezado danzante lo hacía con sus parejas cuando sonaba un bolero moruno, otro bailaba un guaguancó como acostumbrara hacerlo “el indio” que mantenía asoleada a la mayor de las “cuyayas” y no faltaba el que dejaba el trapeador de lado para demostrar lo que le haría a Elba la campeona, quien era bailarina profesional en Estampas Negras, un grupo de danzas de Cali. Pero bastaba que se escuchara alguna canción de Bienvenido Granda o de Daniel Santos para que unos imitaran esos dejos nasales del bigote que canta y otros replicaran esos infaltables “aos” prolongados conque el inquieto anacobero alargaba las palabras cuando cantaba. Cuando comenzaba el ingreso de los clientes los desazonados aprendices debían abandonar el escenario donde habían soñado por tres horas. Arnulfo le pagaba un peso a cada uno y luego los urgía. - “Fuera mijo que no demora en pasar don Roso” -decía. Se refería el inspector de policía, un corpulento negro que había alcanzado el grado de sargento en el ejército, a quien todos temían porque era el mismo que llegaba con revolver en mano hasta el recodo del rio situado al lado de la escuela de niñas donde estaba prohibido bañarse, y espantaba hasta el diablo haciendo tiros. Todos le temían de verdad. A algunos que lograba capturar los llevaba a rastras agarrados de la pretina del pantalón, y los metía al calabozo hasta que llegaba cada padre a reclamarlo, pero exigía que les dieran látigo antes de permitirles abandonar la cárcel. A don Rosalino había que respetarlo y por eso nadie apostaba plata a los cinco hoyos, ni podían encontrarlo viendo jugar billar en el café de don Raúl, porque ese era un vicio de hombres, no de culicagados. Ese primero de diciembre había comenzado muy temprano en la fuente de soda de don Jesús Hernández, el que siempre iniciaba las fiestas de navidad colocando música que conmovía a todos los transeúntes a quienes ofrecía un trago de aguardiente después de desearles una feliz navidad mientras dejaba rodar en la pegajosa voz del infaltable Celio González aquella canción desgarradora con que lo recordaríamos medio siglo después: “Otra Navidad”, y era tan evidente que arrastraba una oleada de satisfacción para que quienes se desplazaban hacia sus fincas terminaran expresándole cuando menos la manida frase de todos los diciembres: - “Ese man está cantando mucho este año, don Jesús”. Y el viejo feliz seguía repartiendo navidades de la Sonora Matancera mientras fumaba sus olorosos Camel, sones del Trio La Rosa, del Cuarteto Maisi y del Trio Matamoros. Así que a las dos de la tarde la fuente de soda era ya una cantina abarrotada de hombres y mujeres de asiento que celebraban el placer de estar vivos y poder compartir ese retozo que permanecía extraviado a lo largo del año y reaparecía como por encanto el primero de aquel mes dionisíaco. - Don Jesús los prepara y Arnulfo los recibe bien prendidos -murmuraban las abuelas. Y al final todos llegan pelados a la casa. Como todos los años -remataban. En Makumba la cosa era a otro precio. A las ocho de la noche ya estaba marcando pista Bambuco, el motorista de uno de los “jibaritos”, enfundado en sus pantalones de tres prenses, luciendo pulsera y una gruesa cadena, con su espeso bigote que le agregaba prestancia ante las mujeres contundentes mientras exhibía su estilo de bailar pulseándolas para que presintieran lo que se les vendría encima; el rubio y atlético Jorge Mosquera cuyo estilo de bailar era un poco más rudo que el de su compañero de oficio, pero ambos se tenían que descubrir ante “don Poli”, un hombre de mandíbulas cuadradas y contextura descomunal quien jugaba de centro delantero del Danubio, el equipo de futbol al que todos glorificábamos, porque la cadencia de don Poli lo hacía parecer como si flotara sobre el área como un águila sobre su presa. Había otros que llegaban ocasionalmente como Eurípides, el comprador de grano de los Giraldo que solo tomaba Ron Viejo de Caldas con ginger ale Canada dry, y aparecía cerca de la media noche con los ojos más brotados que de costumbre y siempre con una mujer diferente. Algunas entrometidas de celo bravo que aguardaban la aparición de sus maridos, murmuraban en voz baja: - Mírelo vea. ¿Y cuándo lo ve con la mujer propia armando corrinches? En mitad de la pista, María Luisa era una mulata de fuego que trabajaba en Cali y usualmente regresaba al pueblo al final del mes. Hacía parte de una camada de cholas samba negras que enloquecía a los jóvenes que empezábamos a liberarnos de las plumas de la adolescencia. Bailaba con una cadencia exquisita, subyugante, que no admitía dudas sobre la suerte que asistía a quien lograba invitarla, pues se llevaba uno de los premios de la noche. Ella y Clemencia se robaban las miradas de todos. Algo similar acontecía con la Chiviringa, una preciosa negra de formas ondulantes y sensuales con un rostro ovalado y perfecto que ponía a babear a más de uno. Pero nadie se atrevía a abordarla, porque su arribo al kiosko era el preludio de que estaba por ingresar el flaco y gigante arquero de la selección nacional a quien todos respetaban y admiraban hasta el delirio. Siempre era recibido con ese solo de piano de Lino Frías y la voz dominicana de Alberto Beltrán: “Hoy de ti, solamente quiero saber Por qué eres para mí, razón de mi existir, y en todo instante amor… Hoy de ti, solamente quiero saber por saber comprender lo que hay en mi querer ¡Tú eres mi adoración!” que cantaba y todos los que ocupaban la pista lo recibían con aplausos y se levantaban a abrazarlo. Otoniel Quintana recibía la ovación con los brazos en alto agradecido del inmenso aprecio que gozaba de su pueblo y luego se entregaba al afecto de quienes lo idolatraban y esperaban de él su generosa invitación a celebrar las navidades. Luego se escuchaban los demás boleros que interpretaba Beltrán con la Sonora Matancera desde 1954 como: Aunque me cueste la vida, Te miro a ti, Ignoro tu existencia, Enamorado, Aquel 19 y Todo me gusta de ti. ¿Cómo podría imaginar que cincuenta años después lo estaríamos evocando con lágrimas en los ojos quienes atisbábamos desde los enrejados del kiosko? Se rumbeaba delicioso entonces. Se fumaba en las mesas, pero nunca bailando. Y cada quien se acercaba a Arnulfo para que le colocara temas de Rolando La serie, de Bienvenido Granda, de Roberto Ledezma, de Vicentico Valdés y Celia Cruz. Otros se atrevían a bailar mambos de Dámaso Pérez Prado. Pero lo elegante era ver bailar “Bonito y Sabroso”, “Manzanillo” o “Mata Siguaraya” de Benny Moré. Allí había que mostrar finura. Ellos estaban en su momento. Y apenas empezaban a abrirse paso los temas de la Billo’s Caracas Boys, Los Melódicos y Lucho Bermúdez, pero esa no era música de negros. Eso era para fiestas de coca colos. Makumba era un templo para la música afroantillana en Padilla. A la pista solo ingresaban los que sabían bailar y las mujeres se volvían insoportablemente exigentes con quienes no tenían el swing, el aire, el pique suficiente que las llenara. Recuerdo que atravesé la pista con destino a los baños, haciendo breves venias a muchos de los asistentes quienes eran amigos de mis padres. Frisaba los dieciséis años y era un desgarbado conjunto de huesos que pedía a gritos músculos y garbo. Cuando regresaba, comenzaba un bolero rítmico de la Sonora en la voz vibrante de Alberto Beltrán: - “No vuelvas otra vez es mejor para ti. No bastará decir sólo te quiero a ti. Es inútil tratar de engañarme otra vez, haciéndome el amor con mentiras nomás”. María Luisa se levantó de la silla y me tomó de la mano con una seguridad preconcebida y una certeza de clarividente de que podría bailar con ella con la cadencia que esperaba ser conducida. No habíamos hablado antes y no habíamos bailado nunca, pero fue muy grato sentirla deslizarse entre mis brazos y oírla musitar en mi oído ese inesperado: - ¿Cuánto tiempo más ibas a hacerme aguardar para invitarme a bailar? Su voz era perturbadora y sensual tanto como su forma de bailar y debió disfrutar hasta lo indecible mi azoramiento, ya que su compañero de baile en la mesa había quedado completamente solo, lo que me causaba real preocupación. Pero ella era una caja de música llena de risas y carcajadas que siguieron dándome vueltas como si hubiese entrado en un remolino del cual no encontraba salida. Y ese estado de cosas se prolongó a lo largo de un cuarto de hora, pues al primer disco siguió otro y otro y cada vez su cercanía era mayor. La trompeta de Julito Alvarado convertido en Míster Trumpet Man acababa de hacer su ingreso bajo la batuta del piano de Richie Ray el conjuro de la voz de Bobby Cruz. De pronto su acompañante se puso en pie y se acercó para decirle que deseaba irse, con la más inverosímil tranquilidad, aunque cuando estaba a escasos centímetros alcancé a percibir en su rostro la huella delatora de un fino maquillaje, sus cejas depiladas y los labios cubiertos del brillo que se aplicaban las adolescentes. Ella simplemente lo despidió con un beso en la mejilla y le dijo: - Bueno corazón. ¡Que te la goces! Luego se dedicó a darme una prolongada cátedra de lo que adoran las mujeres y los hombres desconocemos, mientras bailábamos alegremente al ritmo desenfrenado que ella acostumbraba. Fue cuando se acercó uno de los infaltables policías que hacían guarda a la entrada requiriéndome la cédula para poder permanecer a esa hora en un kiosko para mayores, pero fue ella quien se adelantó a responder con una frialdad inusitada. - ¿Por qué no podemos estar juntos? Él es mi compañero. Convivimos desde hace seis meses ¿y no podemos estar juntos? A esta hora ya voy para dos meses de embarazo, ¿y no puedo compartir con mi marido? -Tragué saliba porque no tenía idea hasta dónde irían a parar las cosas. A medida que fue levantando la voz empezaron a escucharse voces solidarias que corroboraban su condición sin más conocimiento que el deseo de burlar la ley, al punto que algunos de los usuales contertulios de la semanal convocatoria se acercaron a brindar apoyo. Recuerdo que Bambuco envuelto en una risa de complicidad, me dijo al oído: - Baile y goce mijo. ¡Pero dele su riendazo a ese bombón que se ganó en la lotería! Y fue el comienzo de una noche inolvidable, única en que aprendí a soñar despierto, a mostrar mis sentimientos y a limpiarme por dentro de mis pesares y melancolías apenas con el contenido de una lágrima.
viernes, 16 de julio de 2021 0 comentarios


                                                   AL FINAL DE LA ESPERA


1

 

Atravesó el espacioso salón de la recepción del Hotel con dirección al restaurante que casi circundaba la piscina ubicada en el tercer nivel de la edificación. Escogió una mesa sombreada que le permitía contemplar la mejor panorámica: la pulcra silueta de los gigantescos buques que entraban y salían, los alegres saltos de las lanchas de pescadores que regresaban de faenar cerca de las islas del Rosario y el vuelo agitado e inverosímil de gaviotas, pelícanos y mariamulatas que orzaban a sotavento a la espera de la recogida de los trasmallos. Seleccionó el desayuno que solía tomar desde hacía una semana y abrió el periódico para inmiscuirse en ese pequeño microcosmos del cotidiano acontecer de Cartagena de Indias.

Se reconcilió con el infinito tras una noche plácida e inolvidable, confortado por el recuerdo del parque de Salamanca que lo anonadaba de nuevo durante el recorrido entre Ciénaga y Barranquilla bordeando el océano. Las incontables islas separadas por canales que los comunican con la Ciénaga Grande de Santa Marta, sus palmiches, cactus y mangles retorcidos lo sorprendían como en la primera ocasión, y la visión de los flamencos rosados, el bullicio de miles de aves del paraíso y el encanto de la mar turquesa encantaban a cualquiera. Era increíble ese conjunto de bellezas incontables que Colombia tenía allí a la vista de centenares de turistas que se embriagaban con el espectáculo.

Fue mientras hojeaba El Universal, el diario regional que había acogido la pluma inquietante de quienes serían fantásticos narradores en el futuro, cuando descubrió una sugestiva fotografía que captó todo su interés. Promocionando los viajes en los inigualables atardeceres de la ciudad amurallada, aparecía una modelo exótica que creyó reconocer. Pese a las gafas para protegerse del sol y un sombrero de esparto decorado con flores y frutas tropicales que le recordaron el emblemático óleo de Enrique Grau[1], esa faz ennoblecida que traspasaba la distancia sustrajo su atención. La explosión de rubores vivos que emergían del entorno, tenía sin embargo la magia envolvente y los trazos vibrantes de Alejandro Obregón, icónico pintor mezcla de catalán y barranquillero que había encallado en esas playas seducido por su embrujo. Se sobrecogió de tal manera que estuvo a punto de desperdigar la ensalada que había seleccionado en la barra de autoservicio, porque aquella imagen le produjo la misma imperdible alucinación y vacío que hacía treinta años había padecido por iguales motivos. La sonrisa sugerente no alcanzaba a borrar la frase con que lo había mortificado en las riberas del Güengüé, en el norte del Cauca. Sus airados reproches, con el tiempo tenían el mismo arraigo que el Caribe esa mañana:

-       ¿Qué miras?

-       A ti.

-       Ocúpate de tus cosas y déjame en paz.

-       ¿Por qué eres así?

-       Oye. ¿Acaso no entiendes? No quiero que te detengas a verme.

Ella estaba untada de crema para resguardarse de las quemaduras solares mientras la madre terminaba de lavarse los pies antes de volver a casa. Alrededor, decenas de niños jugaban y se zambullían en el cauce desde los barrancos de la orilla, armando una ensordecedora algarabía que llenaba el recodo de gritos, cantos y carcajadas. No obstante, él la siguió observando con inevitable fruición intrigado al ver cómo eludía las hileras de hormigas y los bordes cortantes de las hojas de guinea, cuando ascendieron el último tramo del camino que llevaba a su residencia. Regresó al rio y estuvo braceando furioso contra la corriente. Era la mejor manera de disipar la agonía insufrible que le desencadenaban los reiterados desplantes de aquella orgullosa niña de la familia Aguilar.

Para entonces él era un mozalbete de apenas nueve años, agobiado por la pérdida de algunos dientes que lo sumía en un estado de inocultable desolación, y quien al final de aquel verano sería enviado a continuar su formación en la capital del departamento. Allá culminó sus cursos intermedios y pronto estuvo entregado de lleno a estudiar Administración de Empresas y Negocios Internacionales. En los breves espacios que permitían los períodos de descanso de diciembre, empezó a trabajar como auxiliar contable en las oficinas locales de una importadora de licores y comestibles, cuyo director general residía en Santa fe de Bogotá, desde donde gobernaba su pequeño imperio. Así fue como comenzó a entender el negocio desde sus más elementales componentes, donde la condición básica era la imposición de un lema inamovible: “lo importado solo se vende al contado”. Esa era la respuesta invariable para quienes insinuaban la posibilidad de obtener créditos.

Mientras pasaban los meses y los años, sin embargo, con frecuencia evocaba los gestos anonadantes con que la inquietante Elaine había rechazado sus tímidos intentos cuando apenas eran niños constreñidos por las costumbres de provincia. Hubo un corto lapso en que se congregaron durante la catequesis previa a la celebración de la primera comunión, pero se obstinaba en alejarse y tan solo admitía la compañía de algunas alumnas de su escuela. Cuando por casualidad se cruzaban, fruncía el ceño en un acto de reproche inexplicable, mientras él correteaba feliz al descubrir la inquietud que agitaba su corazón.

 Ella a su vez viajaría a Guadalajara de Buga, de donde tan solo retornaría transcurrida una década interminable, convertida en una sílfide atrayente e inabordable. Algunos de sus amigos le contaron después que nunca había estado más hermosa ni más irritante. Ahora sonreía y saludaba, pero guardando una distancia inquebrantable con todos. Esto coincidió con las vacaciones en que él iniciaba su promoción en la firma, y por lo tanto, nunca tuvo ocasión de verla.

En esa época, transformada en una chica despampanante había causado estragos en los jóvenes de su generación. Su figura llenaba el imaginario vespertino de los adolescentes logrando convertirse en un tabú inaccesible y una ilusión fortuita que devoró sin piedad la tranquilidad de todos antes de desaparecer para siempre. Algunos de los que alimentaban el aire de desamparo que los apretujaba cuando hablaban de ella, le mencionaron el precipitado abandono tras su breve permanencia en el poblado. Un universo de conjeturas rodeó este hecho: que había contraído matrimonio sin autorización de sus padres, o se había fugado con un amante desconocido. Nada de ello tenía asidero en la realidad. Pero sin duda dio mucho de qué hablar, porque murmurar en los pueblos era una impenitente distracción a la que se volvían adictos los muchachos agotados al no encontrar algo diferente para ocuparse.

En un fin de semana imprevisto, Joseph visitó a las volandas a los suyos. El día previo a su viaje de vuelta a Popayán donde se aprestaba a culminar su carrera, una de las amistades de entonces le confesó un secreto que terminaría abrumándolo:

-       Elaine se va para los Estados Unidos a final de año -le dijo con tono de confidencia- Pero me pidió que te entregara algo, “para que nunca la olvides” -subrayó.

El sintió que la tierra se reblandecía bajo sus pies, pero no para hundirse sino para vivir en un espacio de ensueño. Estaba bellísima en la imagen con su cabellera flotando bajo el influjo del viento, plena de esa mezcla de osadía inocente y sensualidad que emerge a los dieciséis años, que parecía llamarlo para susurrarle lo que jamás pronunciaría:

-        “Mírame cuanto quieras, mi querido y travieso chiquillo. Búscame algún día.  Yo también te aguardo”.

Esa inviolable intimidad le había permitido delirar sin límite y lo incentivaba para ascender en una frenética carrera contra el destino. Con esa espinita clavada en el alma, quienes pasaban por su lado se encontraban con un hombre lleno de gratas experiencias y con perspectivas de convertirse en un destacado empresario. Pero para él no había otra meta que la de establecerse más allá del río Grande y encontrarse con Elaine Aguilar. De innumerables maneras se lo comentaba a sus amigas para que de alguna forma terminaran haciéndoselo saber. En la inseguridad de la espera todo era más lento, y esa expresión había madurado en su conciencia como si hubiese sido grabada sobre mármol con un buril de acero:

-       “…para que nunca la olvides”.

Soñaba con el día en que le preguntaría si esas habían sido sus palabras, o había vivido perdido buscando su luz en un firmamento etéreo donde solo existía su recuerdo.



[1] Grau Araujo, Enrique (Panamá, 18 de diciembre de 1920 [1] - Bogotá, 1 de abril de 2004) fue un pintor, escultor y muralista colombiano, educado en USA e Italia, conocido por sus retratos de figuras amerindias y afrocolombianas. Fue el ganador del Salón Nacional de Artistas de Colombia. Su obra impresionista y expresionista muestra influencia de Picasso y luego el realismo domina su arte.

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                                                  ABEJAS EN EL ALMA


Por:  José Ramón Burgos Mosquera.


1

-          La “morocha” salió corriendo de la cocina y atravesó el pequeño patio que la separaba del potrero de apartar el ganado. Mi madre que siempre vivía pendiente de sus travesuras, volteó el rostro para ver hacia dónde corría y se encontró con el sigiloso desplazamiento de una hilera de hombres armados que descendían por el filo de la cañada con dirección a la casa. Su primer impulso fue correr tras su pequeña hija mientras con acento de angustia advirtió a su marido de quiénes se estaban acercando.

-          Luis Antonio, por Dios. ¡Ahí viene esa gente!

-          ¡Resguárdese con los muchachos en el fondo y atranquen todo por dentro!

-          Una vez más sentíamos el miedo que nos atenazaba la garganta, desde que mi padre se hizo cargo de la Inspección de Policía de Coloradas, en Sevilla al norte del departamento, pese a las continuas intimidaciones proferidas por los grupos insurgentes que se habían tomado la cordillera central. Pero él era un viejo cerrero curtido en mil batallas y no había poder humano que lograra sacarlo de su doctrina. Había estado en otros corregimientos escondidos entre la bruma que limitaban con el Tolima como Cumbarco o La Estelia. Y seguía fielmente las ideas que le habían endurecido la piel en su diario peregrinar.

-          La ley es la ley y aquí estamos para hacerla respetar.

Alcanzó a observarlo meterse al cuarto que había convertido en la oficina porque desde allí divisaba el humo azul de los trapiches, las torres de la iglesia y la quietud del valle. Lo vio sacar las armas y cajas de munición que celosamente guardaba y cómo terminó refugiándose en el interior de un aposento a medio acabar, sin puerta aún, pero con los huecos para dos ventanas que le permitían parapetarse y defenderse contra quien fuera. Fueron minutos eternos aquellos que transcurrieron hasta cuando comenzó el tiroteo.

-           Los visitantes empezaron a disparar contra todo y se confiaron al no recibir respuesta, por lo que intentaron entrar por el frente, dándole patadas al portón de la sala. Fue cuando papá los encendió a plomo y alcanzó a herir a algunos de ellos. Después encontramos la huella de su sangre en los corredores.

Solo se oyó por un tiempo indefinible el ir y venir de las balas acompañadas de gritos salvajes. Luego se instauró un silencio sin término, un silencio desconocido aún para quienes estaban acostumbrados a guiarse por los ruidos de los animales y el carácter de los elementos: los cucaracheros y pichojés llamaban al ordeño sin importar que llegaban con la neblina y el helaje que bajaba del altozano, las gallinas cacaraqueaban después de poner sus huevos antes del mediodía acorde con el cotorreo de las cuncunas, las vacas mugían recordando que se debían separar de los terneros a las cuatro de la tarde y a las cinco comenzaba a soplar una viento fresco que duraba enfriando hasta cerca de las ocho de la noche, cuando despertaban los morrocoyes.

-          Uno diferenciaba el paso de las horas. Ese día en cambio, el calor del sol comenzó a llamear antes de mediar la mañana. Mamá, intensamente pálida y temblando, osó mirar por las hendijas, pero no halló ni un solo aliento de nada. Una hora después percibimos las voces de algunos vecinos de la vereda que se acercaron a auxiliarnos, y entonces comprobamos la magnitud del desamparo en que quedamos …”

Su mirada vuelve a tener ese acerado resentimiento que de vez en cuando trasciende su sensibilidad. En ella se advierte una pena indefinible tan grande como la indignación que por muchos años sintió contra Dios y contra el don de la belleza que le dio, atribuyéndole ser la causa de todos sus males. Desde el primer momento lo presintió así, cuando a los catorce años de edad abandonó las faldas maternas para buscar su propio sitio en la capital del Valle y curiosamente lo encontró a la primera solicitud que presentó en una afamada cooperativa, sin haber terminado la secundaria, sin saber absolutamente nada, tan solo con el compromiso de brindar una sonrisa diaria en la recepción de la empresa, donde muy pronto tropezó con el enrevesado mundo que mueve los caprichos carnales de los hombres.

-          “Cuando algunos se desvivían por distraerme, a duras penas lograba entenderlos porque mi corazón sangraba sin descanso desde que la guerrilla masacró a mi padre aprovechándose de una gavilla cobarde y traicionera. ¿Cómo podría interesarme por alguien que ni siquiera imaginaba la razón de mi desolación y mi tristeza? Crecí convertida en una mujer difícil de comprender y mucho más compleja de agradar, sobre todo cuando Pablo quien me antecedía en edad, cada vez demostraba más interés por las circunstancias y minucias del hogar, apegado a nuestras enaguas y compitiendo por los juguetes de las niñas, lo cual terminó creando una adicional relación de dependencia conmigo a lo largo del tiempo. No obstante, pasados los meses se fueron ordenando los asuntos y con el aporte de Ana Judith, el del mayor, y el excedente de mis ingresos, las cosas parecieron encarrilarse para la familia que comenzó arrimada a una tía, la única que aceptó recibirnos, mientras conseguimos regalar en lo que quisieron darnos por la finca que había levantado “el viejo” en esas latitudes. Nada me faltaba de aquellos mínimos detalles que hacen cómodo y soportable el vivir, aunque necesitaba una voz varonil que me llenara de consuelo. Poco a poco fui dotando la habitación, mientras asistía al colegio nocturno donde logré finalizar el bachillerato. En la ceremonia de clausura, mi madre lloraba de felicidad suspirando por lo que habría de seguir, mientras al final del salón de actos un tozudo ingeniero que se había obsesionado con mis trenzas rubias y mis ojos color champaña de campesina, rumiaba con paciencia cuanto tendría que hacer para doblegar mis aprehensiones.

Vivió veinte años a merced de sus odios, alimentando una obsesión condenable pero irreprimible de vengarse algún día de quienes habían desgraciado su destino y el de los suyos. Tuvo tiempo para grabarse los nombres y alias de los asesinos y dejó que las estaciones sirvieran de testigo de que cobraría la afrenta. Creció inocente, cautivada por el aire que venía de las altas cumbres y arrullada por el rumor indescriptible del riachuelo que las surtía. Junto a su padre disfrutó la planeación del reservorio donde se almacenaba el agua y el pequeño planchón donde jugaban y se duchaban alegremente, antes de trasladarse a la escuela donde Ana Judith era una de las maestras. Así mismo, desde esa misma alberca recogió el líquido para lavar la sangre que derramó aquel duro luchador que las protegió y cuidó hasta el último instante. ¿Cómo podría arrancar de su ser esas desastrosas imágenes que la torturaban inclementes desde siempre? ¿Cómo erradicar de su pensamiento el remoquete hosco y detestable de “Jorge Payares”, el costeño que lideró la emboscada en ese noviembre?

-          En esas épocas éramos independientes, pero estábamos sujetos a la potestad de mi papá que llenaba todos los espacios. Aun así, tenía un espíritu atrevido y libertario que no se acostumbraba para mi edad y condición de mujer. Aprendí a madrugar, a despercudirme de la modorra del amanecer, a ensillar los caballos, a cabalgar y ayudar a trasladar las reses y a no temerle a nada. Era en esos instantes cuando me sentía enteramente dueña de mí misma. Pero persistía el fastidio del enclaustramiento y las limitaciones que imponía la férrea disciplina castrense que imperaba allí. En las noches, sentía una irrefrenable sed de ternura, un apego diferente al afecto familiar. Mi alma empezaba a entretenerse con los primeros balbuceos del amor, pero nada llenaba mi talante rebelde y arisco porque me comportaba peor que una potranca cerril. Ninguno de los adolescentes de la aldea lograba expresar algo digno de ser rescatado en la tibieza de mis frazadas, excepto un locutor que invitaba a canturrear las canciones con que solía enternecernos. Por eso mi primera gran fantasía fue tan solo la voz de alguien a quien jamás llegué a conocer pero que se regocijaba en mi piel llenándola de inquietantes y perturbadoras ansiedades. Haber montado en un brioso potro de la finca durante las primeras fiestas de Sevilla a las que asistí y demostrar mi destreza y galanura de amazona sería un hecho perdurable en mi mente, sin embargo, el único recuerdo grato que sobrevivió a la atroz soledad de mi rencor cuando abandonamos La Casona, fue el tono de aquel desconocido que obraba prodigios, mientras nos presentaba a Julio Jaramillo,  Olimpo Cárdenas, el Caballero Gaucho, Los Cuyos, Los Panchos, Los Tres Diamantes, Los Tres Reyes, Garzón y Collazos y Alfredo Sadel, el venezolano con quien durante meses nos ilusionaron que vendría a cantar a Buga y de pronto lo animaban a que diera una serenata en Sevilla.

 

 

 

 


 

viernes, 26 de junio de 2020 0 comentarios

AL FINAL DE LA ESPERA


                                                 

                                            AL FINAL DE LA ESPERA


Por:  José Ramón Burgos Mosquera

17

 

Los vidrios opalizados de la sala siempre enviaban un pronóstico errado sobre el clima. Al interior parecía que aún era de madrugada y al abrir la puerta el sol encandilaba con luminosos rayos. Joseph se levantó silenciosamente para no despertarla y se dio un baño. El agua era allí como en el lapislázuli de la pequeña piscina interior: un pedazo de cielo en medio del sofocante calor que solo se menguaba con la brisa que venía del golfo. Al observarla indefensa, tuvo la límpida impresión de que era una fantasía de su mente. Su cabello castaño suavemente ondulado descendía hasta el cuello y los hombros ahora descubiertos lucían unas pecas diminutas. El vestido no impedía vislumbrar la perfecta curva de sus caderas y sus piernas torneadas y fuertes. Los labios mantenían ese dibujo enigmático que lo sustrajo por tanto tiempo. Fueron segundos únicos que tan solo había elaborado en sus pensamientos muchas veces, y que lo llevaron a preguntarse cómo era que Dios le regalaba esas circunstancias.

Con miles de ideas a punto de estallarle en las sienes, se metió en la alberca con cuidado de no perturbarla. Casi una hora después la escuchó ducharse con prolongado placer hasta que al fin se presentó con un brevísimo bikini que le permitía lucir su espléndida lozanía contrariando la impresión de delgadez que aparentaba en los videos y provocándole una incontenible cascada de emociones.

-       Hola. Fue muy grato dormir contigo -fue su saludo de entrada.

-       Hubo muchas conmociones juntas, y tanto vino, que casi me quedo dormido en la poltrona. Eres una anfitriona formidable.

-       ¡Y eso que aún no has desayunado! -dijo ella empujándolo en el agua.

-       ¿Qué puede uno desear después de estar a tu lado? -dijo tomándola de sus manos hasta tenerla a escasos centímetros.

Elaine volvió a conocer la complaciente atracción que la agitaba mientras él comenzaba a acariciarla. Sintió el ardor de su cercanía, la grata sensualidad que esparcía y el ansia contenida de compartir con él la plenitud total de su ser. Sus dedos recorrieron su espalda, sus nalgas y sus genitales expectantes y unas ganas desconocidas de complacerlo se adueñaron de ella hasta conseguir que él la penetrara como una tortura breve, un complemento inimaginable que la transportaba lejos de allí hasta un lugar de pasión y sortilegio como en la tierra del nunca jamás. Fue un coito delicioso y vibrante que exigió el vigor de ambos y del que salieron agobiados y satisfechos. Luego de retozar un rato, volvieron al cuarto y continuaron la faena como si la deuda por saldar no acabara. Al final de la tregua, ella musitó divertida:

-       Nunca te creí tan intenso -afirmó admirada.

-       Esta abstinencia duró demasiado, Elaine.

-       ¿Y cuánto tiempo vas a permanecer así? -dijo risueña señalando su prolongada erección.

-       No lo sé. Ojalá fuera por lo que nos quede de vida.

Y volvió a incitarla para que montara sobre él. Y así hasta mediar la tarde, cuando ambos estaban fatigados por el ayuno y agotados por el esfuerzo.

-       Salgamos a cenar. ¿Dónde quieres ir?

-       ¡Vamos al Cypress! -exclamó ella entusiasmada, saltando del lecho, ágil como una acróbata.

Analizó con holgura su silueta sana y perfecta, los senos turgentes y sus glúteos proporcionados y exentos de grasa como su abdomen. Y aunque lo deslumbraba el desparpajo con que ella llevaba su desnudez, por momentos le sobrevino la imagen pudorosa con que Shannon se protegía. Era un contraste inconcebible pero persistente. Con aquella, la generosidad de un beso había sido producto de un arroyo de delicadeza tan sagrado como una comunión. Con Elaine no hubo tiempo para madurar ideas ni conceptos porque el incendio lo consumió todo en instantes. Lo desconcertaba que éste hubiese sido tan súbito y desquiciante. Él había supuesto la elaborada búsqueda de un consentimiento al que demoraría en llegar, pero ella era en realidad sorprendente y dueña de una capacidad inverosímil de hacerlo todo abierto y casual, logrando trastornarlo de manera rotunda. Esa faceta arrolladora de Elaine destrozaba sin lástima su vieja tabla de valores, desatando en él reacciones discordantes con la forzosa convicción de que apenas empezaba a entenderla.

Mientras se acicalaba siguió la estela que dibujaron las palabras sin dobleces de Shannon, que habían sobrevivido al penúltimo diálogo sostenido pocos meses atrás en su oficina:

-       “Debes encontrarla para que decidas cuál es el derrotero que tomarás”.

En ese entonces él había seguido la fácil opción de terminar de embriagarse para complacer su atávica costumbre de no arriesgar, mientras pudiera asegurarse de obtener lo que se había propuesto. Ahora podía hacer cuenta de las paradojas que se habían conjugado, para que estuviera rumiando la satisfacción de su ego superlativo por haber sido persistente, maquinal, invariable. Cualquiera podría vanagloriarse de que lo había logrado todo porque había porfiado sin arredrarse ante las dificultades. Era poderoso, se sentía lleno de energía y allí a cuatro metros se hallaba la mujer con la que las circunstancias habían fraguado una partida de largo aliento. Pero algo en su interior no lograba encajar de manera adecuada.

Divagaba por Sonoma donde su musa mestiza bien podría estar con el arquitecto Garrett que había brotado entre los viñedos, mientras construía castillos en su sensibilidad. Debió serle fácil. Lo había conseguido en una etapa en que él había arruinado todo sin piedad, como se deshacen los términos de un pacto cualquiera. No tenía más remedio que reconocerlo. Sin embargo, al pensar que estuviera siendo poseída por aquel hombre que armaba andamios y decoraba jardines como los que había diseñado para los McDevitt, se hicieron palpables ocultos temores que permanecían inéditos. Él la apreciaba con lealtad en una relación que creyó completamente intelectual, casi cerebral, pero ahora comenzaba a darse cuenta de que también escondía las borrascas y tempestades del corazón.  Lo insólito era que esos desatinos le sobrevenían tras conquistar la cima que siempre quiso coronar y que el tiempo le proporcionaba de manera tan pródiga. Quiso alejar esas ideas que empezaban a atormentarlo, pero mientras se vestía comenzó a sentir la nostalgia de esos cortos paseos y coloquios al final de la jornada, de su presencia en medio del trabajo, y del silencio. Ramalazos de apego que jamás había consentido lo arropaban cuando salió de la habitación para cumplir con la invitación hasta el sitio que habían seleccionado. Se sentía inquieto y dominado por sorpresivas marejadas de culpa.

Elaine irrumpió rozagante y dispuesta a sacudirse el sufrimiento que la había aletargado tan cruelmente. Era pasmosa la velocidad con que había cambiado su aspecto. Ahora era una encantadora representante de Carolina Herrera y lucía con soltura hermosos accesorios para una ocasión especial. Por parte alguna presentaba huellas del fuerte ejercicio que habían sostenido.

-       Vamos. Te enseñaré la ciudad.

-       Merci, madeimoselle -dijo él gratificado.

Aún conservaba el Suv Volkswagen Polo que había comprado hacía tres años y se desvivía por hacerle un planificado mantenimiento. Y aunque en ocasiones lo ligaba al ingrato episodio del vendedor de autos, le satisfacía demostrar que había cancelado cada cuota del crédito con su esfuerzo. El aspecto deportivo y el color de mango biche del auto la llenaba de orgullo porque eran dos aspectos de su cotidianeidad a los que daba gran trascendencia: mantener un estado físico impecable y comer la mayor cantidad posible de frutas y legumbres que la sostuvieran joven y dinámica. Esta vez, sin embargo, estaba dispuesta a consumir los elaborados productos del mar que allí presentaban de manera tan agradable. Él estaba tan amable como el día anterior, pero le era imposible alejar la figura imborrable de quien le había hecho todo posible, cuando se colocaba un delantal negro bordado con motivos folclóricos de Méjico y le brindaba su mejor sonrisa antes de servir la mesa con los asados de la casa.

-       ¿Deseas algo en particular? -dijo ella.

-       Me agradaría un corte de carne rostizada con verduras -respondió mecánicamente con el espíritu puesto en los atardeceres del Valle de Napa.

-       De acuerdo. Y pidamos uno de tus vinos. Espero que los encontremos aquí.

-       Ordena lo que gustes.

En Tallahassee casi todos los restaurantes tenían un aire costanero, con mesas desperdigadas al aire libre donde grupos de parejas departían animadamente. Seguía con atención cada detalle que ella exponía mientras dejaba que sus ojos expresaran la suavidad que le propiciaba.   Ahora tenía ánimo para oír sus historias, pero no para repetir los eventos que él había develado en las pasadas horas. Ella, motivada por la chispa incandescente de varios cocteles preparados con Bacardí, se fue liberando de ataduras y le contó aquellas cosas desconocidas que él ansiaba aclarar. Lentamente optó por hilvanar su infatigable listado de batallas en el amor que eran como enfrentamientos de la sangre, tal era la satisfacción con que recordaba sus laureles y desdeñaba sus derrotas.

-       No quiero, no puedo, no me atrevo a decir que levanté la voz contra mi padre -comenzó de pronto- Pero cuando abandoné mi hogar y preferí trasladarme a Buga, lo hice consciente de que no podía seguir viviendo con quien humillaba de manera tan insoportable a mi madre, así fuera su esposo. Presentía, para mi desgracia, que había heredado no solo su apellido sino el fuego avasallador de su sensualidad. Era, como la gran mayoría respecto a las mujeres: apasionado, dominante y dueño de un machismo permanente.

Joseph mostraba un interés sereno, un tanto sobrepasado por el calibre de sus confidencias, mientras paladeaba con alguna inquietud su copa de Merlot.

-       Debido al temor a regresar al pueblo donde crecimos sometidos a esa férrea disciplina, y a la certeza de que en esas soledades no encontraría nunca a alguien que llenara mis expectativas de conocer el mundo, acepté unirme a un hombre al que no logré amar, a pesar de que me había rescatado de la cárcel donde vivía. Yo solo sabía que había nacido para el deleite y eso me impulsó a dar ese paso. La verdad, sentía pánico de mi prolongada castidad ¡a los diecisiete años! -enfatizó divertida- sometida al impetuoso asedio de los hombres. Y mis ímpetus se estaban volviendo irrefrenables. De tal manera que, entre la fila de irresponsables y hombres de variada condición que me perseguían, me decidí por quien parecía más adecuado para lo que yo ansiaba alcanzar en este país. Siempre fui una díscola a la que no la conquistaban baladas, juegos de seducción bobalicona, ni esa hipocresía elegante que lo único que buscaba era disimular la verdadera avidez que los consume. Era turbulenta y alborotadora. Sentía que no podía contentarme con sentimientos mediocres ni dedicatorias dulzonas. En el fondo de mí misma crecía un impulso hondo y fuerte que me advertía que no me ligase a nadie, pues era adicta a los piropos de los admiradores. ¡Y de todas formas, terminé casada!

Había tomado varios cocteles y su vaso era puntualmente cambiado por un obsecuente camarero.

-       Pese a todo, en cuestiones de romance era una inexperta. Di con alguien que estaba señalado para volver añicos todos mis sueños: duro, insaciable, posesivo y enfermo -agregó con acritud- En varias oportunidades, en especial cuando había ingerido alcohol, me poseía en todas las formas utilizando un lenguaje bajo y obsceno como seguramente acostumbraba hacerlo con meretrices de baja estopa, mientras me apuntaba con su arma de dotación. Nos encontrábamos en Rio de Janeiro cuando padeció una incontenible racha de celos que casi me llevan a abandonarlo allí mismo. En esos días no tenía ánimo para devolver las miradas de quienes me halagaban, cuando la tersura de los veinte años me hacía apetecible. Pero él encontraba en cada gesto una falta, en cada paso una infidelidad y así fue como empezó a marchitar cuanto había en mí. No tuve nada con ninguno de los que desfilaban en sus obsesiones, pero tampoco acepté que me impusiera llevar la contraria a mi naturaleza abierta y fresca que él confundía con prostitución. Sufría si reía en las recepciones, escapaba de inmolarse con su sable si algún cónsul expresaba un cumplido protocolario. ¡Fue terrible soportar tanta inseguridad en sí mismo!

La cena había sido grata y variada, aunque las copas de licor habían dejado de ser un aperitivo para transformarse en la antesala de hechos impensados. Ella estaba especialmente dispuesta a sacar sus más arraigados secretos, resguardada en la aquiescencia invariable de quien intuía que también el deleite tenía sus misterios, su grandeza, y de pronto hasta algo de candor tal como ella lo exponía. Era como aquellas vestales de la mitología, que cuando inspiraban un deseo inatajable se veían inspiradas a satisfacerlo. Y todo llevaba a la triste conclusión de que solo se sintió realmente bien cuando pudo ofrecer generosamente lo que para ella era un atributo inagotable: su belleza innegable y su coquetería infantil.

-       Washington me dio la oportunidad de cultivarme un poco y asesorarme adecuadamente para tomar mis decisiones -prosiguió- Pese al nacimiento de mi hijo Alexander estaba dispuesta a separarme y lo logré muy pronto. Para mí no fue nada complicado llevarlo a esos estados de efervescencia y ardor en los que nada ni nadie lo detenían, y lograr el testimonio de varios allegados se convirtió en la llave maestra para salir de la prisión en que me encontraba. Los jueces allí fueron muy favorables conmigo. La protección con que contaba y las restricciones que le impusieron preservaron mi integridad de la violencia que lo dominaba. Esto era prácticamente imposible en una sociedad tan machista como la brasilera. En Rio, con inusitada frecuencia los noticieros mostraban la escandalosa costumbre de maltratar a las mujeres con cualquier pretexto, llegando incluso hasta el homicidio.  ¡Así que obtenido el divorcio y los documentos, volví a ser libre! -concluyó.

-       Tal como lo cuentas, pareciera que hubieras sufrido una pesadilla sin fin.

-       Llegué a decirme que era un castigo de Dios por mis desvaríos…

-       ¿Lo pensaste?

-       Aún lo sigo creyendo. Es que me golpeó varias veces. Era… era. ¿Sabes?¡No me obligues a recordar eso!

El siguió observándola consternado ante el collage de aristas que afloraban y desaparecían mientras hablaba. No hubo en su lenguaje ambición por adquirir fortuna, sino una recurrente incapacidad para ceder o perder. Para ella era dulce tan solo recibir, pero jamás dar, y era evidente que usaba su astucia para convertirse en una calculadora, estricta y fría. Hubo un momento en que él quiso cortar su narración, pero Elaine deseaba depositar la carga de sus intimidades sobre la pequeña mesa, quizá para dejarla allí como todo su archivo de pequeñeces e iniquidades acumuladas.

-       ¡Es bueno que lo sepas todo! -añadió a trompicones- No pienso quedarme con nada, con la condición de que nunca vuelvas a rebujar en mi pasado.

-       No lo he intentado -replicó muy serio.

-       Mejor. Yo tampoco lo hubiera aceptado -dijo con leve aspereza- ¡Soy la dueña de mis actos y jamás permitiré que nadie me juzgue si no ha compartido las estrecheces y privaciones que padecí para llegar a donde estoy!

-       No lo hago. Simplemente no esperaba que me lo contaras. Perdóname, pero no entiendo por qué insinúas que soy yo quien está esculcándote. Estas equivocada.

-       Bueno, tú lo hiciste anoche. Hoy me corresponde a mí -dijo en tono conciliatorio.

Él se había puesto en guardia. Algo en los arrebatos pendencieros de Elaine lo retrotraían a un desafortunado ámbito de incertidumbres que le generaban profundo desagrado. Sin embargo, calló mientras terminaba su larga disertación. Ella se diluyó en la rememoración de varias anécdotas, muchas de las cuales se intercalaban con la permanente cita de que éste o aquel la enamoraban con insistencia, así esos flirteos no hubiesen progresado a nada más más serio o comprometedor. Pero era ostensible que se solazaba recordando la interminable lista de galanes que se doblegaban ante ella. Él pudo comprobar las dimensiones que adquiría el juicio que había hecho su madre pocos días antes:

-       “Han pasado tantas cosas que cuando se encuentren, difícilmente se van a reconocer. Ella aún no halla la verdadera compañía y se ha vuelto tan escéptica que no sé si tenga disposición para volver a empezar”.

Una hora después de divagar en torno al disfrute de las cosas buenas que tienen los Estados Unidos, él insistió en regresar a la casa. Elaine llevaba más de media botella y aceptó que lo correcto era continuar allá. La conversación, por otra parte, había incitado en él un cúmulo de interrogantes y desafíos que estaba dispuesto a confrontar. Ella, olvidando la prohibición de manejar bajo estado de ebriedad, aún pretendía seguir la rumba en otros escenarios, pero Joseph la convenció de hacerlo en la cómplice acogida de su residencia.

 
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