viernes, 2 de mayo de 2008

“JAPIO: O LA GRANDEZA DEL VIEJO CAUCA”


“JAPIO: O LA GRANDEZA DEL VIEJO CAUCA”

Entre la nostálgica y señorial ciudad Confederada de Caloto y la reverberante Santander de Quilichao, serpentea hoy una magnífica carretera pavimentada bordeada por samanes jóvenes y alfombrados campos reverdecidos por la tecnología de la caña de azúcar; uno podría pensar en la quietud hirviente del medio día que el tiempo no transcurre bajo el exorcismo de las cigarras y que el Camino Real de entonces sobrevivió al polvo de los años con todo y su aura fresca de trapiches en molienda que hacen olvidar la abrasadora calígine. La selva ardiente y el tupido bosque tropical se convirtieron en pequeños guaduales que salpican como lunares en la piel del valle.

La gran casona de la hacienda de Japio se encuentra allí, como un barco encallado que logró sobrevivir a los embates de 400 años de exaltadas revoluciones, heridas de guerra y tizones de conquista. Su porte distinguido y único, recuerda las grandes mansiones de Luisiana y el halo misterioso que la rodea guarda la misma obstinación por permanecer impecable ante las ráfagas impenitentes de los tiempos modernos. Su presencia estoica al sur del valle del río Cauca, la fueron convirtiendo con el paso de los años en un insobornable testigo del encarnizado paso de los siglos XVIII y XIX en esta parte de la república.

Al caminar, por entre los arcos iluminados por una llama de magnificencia que parece brotar de su interior, las columnas de ladrillo y piedra traídas desde el río La Paila, en amable contraste se abren a unas gradas artísticas de ladrillos gigantescos por donde se asciende a un segundo piso soberbio desde donde se dominan todos los puntos cardinales: al sur, por sobre la estructura del antiguo acueducto elevado de la hacienda, las suaves colinas que guardan el camino a la capital del Cauca, la muy noble y leal ciudad de Popayán; al Oriente la erizada silueta de la cordillera central, cuna de mitos y cerco de indios, que oscila en recuadros azulados y verdes coronados al amanecer por el nevado del Huila y al norte y occidente, por entre las hendijas de los samanes, el valle abierto y feraz de los ríos Palo y Cauca en cuyas vegas organizaban sus palenques los negros “huidos” y cimarrones cuyos descendientes son los habitantes de Mingo, Caponera, Juan Ignacio, Güengüé, Puerto Tejada, Padilla y Guachené.

Japio fue y sigue siendo grandiosa. Tiene el perfume propio de un ser amable recién bañado y el agradable aroma de las hojas al madurarse. Al disfrutar de sus bondades se va impregnando en la piel su historia tormentosa y épica desde cuando se establecieron los primeros encomenderos de la corona española y los futuros hacendados de la región. Uno de ellos fue don Jacinto Arboleda, cuyos descendientes, Sergio y Julio Arboleda hicieron honor al rancio abolengo del cual provenían, explotando minas de oro en varios sectores de la gigantesca provincia y descuajando selvas sin importarles en absoluto el sudor de amargura de los indios y la piel calcinada de los esclavos que mantenían sujetos a su mando. Era el sino trágico que sucedía a la conquista de éstas tierras.

Las montañas de la parte alta de Caloto eran fuente de las ricas minas de oro de “Santa María”, así como las escarpadas rocas de Almaguer lo eran además de esmeraldas cuyas perdidas vetas han comenzado a reaparecer. Ante la necesidad de una mano de obra resistente, los españoles recurrieron a la importación masiva de esclavos de África Occidental. Quince millones de negros fueron traídos entre 1550 y 1887, cuando arribó el último de aquellos barcos a Santo Domingo, a pesar de que para entonces a lo largo y ancho de América soplaban vientos de libertad, con la fuerza incontenible de un huracán.

Entre los negros de las haciendas de Quintero y Japio, sus minas de Caloto, Timbiquí y el Chocó, los Arboleda sumaban cerca de 5000 esclavos, la mayoría de los cuales se terciarían el machete de las rocerías en bandolera de revolución y marcharían al lado de Bolívar, del español Tacón, de Obando, de López, o de quien quiera hablase el lenguaje abolicionista de la libertad. Japio sobrevivió a todos los embates de la revolución y las guerras de la independencia. A lo largo de aquellas tres décadas terribles de 1840 a 1870 permaneció ocupada, embargada, poseída tras fieras luchas o abandonada al final de los enfrentamientos, saqueada y vilipendiada por los caudillos de turno que tomaban como botín sus espaciosos salones, su acueducto centenario, la miel de los trapiches o el aguardiente de la destilería.

Hoy, toda la romántica y cruel historia de las haciendas del viejo Cauca Grande permanece celosamente protegida y en proceso de microfilmación en el Archivo Central del Cauca. Allí permanecen sus minucias diarias y sobresaltos permanentes: “-la ración que se entregará a cada esclavo adulto al terminar los oficios religiosos del domingo será de 24 plátanos, media arroba de carne, y un almud de maíz. Los niños y los que no trabajen recibirán la mitad de la ración”-.

Japio es el mudo testigo de cómo: -“Los patronos y mayordomos encerraban todas las noches a los esclavos en sus cabañas, las cuales estaban amontonadas en un campamento cerca de la gran casona. Las patrullas y el toque de queda eran permanentes. Ningún esclavo podía salir del área de confinamiento sin un permiso especial, ni siquiera los días de fiesta y eran castigados si tomaban trago”. El temido cepo, lugar donde se cobraban los latigazos a los rebeldes, “huidos”, ladrones y fornicadores, sobreviven como una tumba donde la sangre escribió la huella de ignominia de una época dolorosa. Por ello cuando al amanecer los ancianos negros del Crucero de Gualí o La Dominga o El Guásimo escuchan el mugir de las vacadas y los gritos de los vaqueros, sienten que un sopor de agonía les devora el alma llena de contradicciones porque en ese entonces solamente la Divinidad podía aliviar sus males, pero hasta Dios guardó silencio y ese silencio de Dios era la más terrible de todas las condenas.

(Publicado en “OCCIDENTE” el 22.05.1994)

0 comentarios:

 
;