viernes, 2 de mayo de 2008 0 comentarios

VIRGILIO OLANO


Aquel amanecer luminoso en Santa Fé de Bogotá la luz opaca de las lámparas del carro hendía la niebla espesa esparcida en las calles. Abandonamos la tibieza del Gran Salón de la Academia Colombiana de la Lengua donde acababa de ser admitido como Miembro Correspondiente Virgilio Olano Bustos. El expresidente Turbay Ayala de quien es su médico personal, Abelardo Forero Benavides, Otto Morales Benitez, ilustres desconocidos, académicos, políticos, escritores y amigos incontables le habíamos acompañado. Solamente entonces descubrí que el verdadero encanto de esa ciudad helada y asfixiante se despereza voluptuosa un poco antes de la media noche y es cuando brillan los candelabros del teatro clásico, se escurren las notas de los concertistas, se cuecen las migas de amor en los cafetines y burdeles y Bogotá vuelve a ser íntima para los arrumacos del espíritu y cómplice para los sobrevivientes de La Candelaria y los conjurados de turno.

Virgilio Olano pertenece a ese grupo de personajes en vía de extinción: médico, poeta, escritor, diplomático, compositor, muralista, académico, en fin, cuesta mucho trabajo separar los elementos esenciales de una personalidad tan polifacética, y más cuando se descubre que en cada una de ellas es un valor destacado.

A los cincuenta y tres años es un exitoso médico especialista en cirugía: -“El cirujano es el poeta que escribe el verso sobre el pergamino de los hombres y lo firma con el sello inconfundible de su cicatriz”- afirma en uno de sus casi cuarenta libros publicados. Nada de ello le ha disminuido en lo más mínimo su espontaneidad, ni siquiera ahora cuando después de muchos viajes a España en su inalterable periplo taurófilo recibe el reconocimiento de los andaluces y Granadinos por su monumental “Misa flamenca, gitana y torera” presentada con la misma majestuosa cascada de simbolismos espirituales con que conmovió los cimientos de la catedral de sal de Zipaquirá hace dos años.


En sus novelas (Tras la senda de Manolete, Tras la senda de Federico, La tauromaquia de Van Gogh, entre otras) estila la manzanilla de sus oneirismos peninsulares, porque para Virgilio Olano sus nostalgias son más por los tablaos sonoros, el aire abrasador de los redondeles taurinos, las hojas secas sin color esparcidas por las alamedas de la Alambra, que por el mismísimo olor de la guayaba. Sus pequeños dramas, sainetes y sátiras (El Bachiller, Al Diablo con la pezuña, City Tour) y sus zarzuelas (De España vengo, La Gitana y el doctor, La Princesa de El Dorado) así como sus deliciosos Romances Taurinos y Pasodobles a todas las plazas de Colombia lo retratan de pies a cabeza:

-“Soy un hombre del toro! Siento un apasionado respeto por cuanto, lo rodea: su historia, su fuerza creadora, su música, su literatura, su entorno humano. Mis amigos están inscritos en ese marco: libros, música y toros!”-

-“¿Todos tus amigos?”- le interrogo a quemarropa.
-“Bueno. ¡Nadie es perfecto!”- agrega con una amplia sonrisa.
Le he visitado en el primer piso de la Clínica Bogotá donde ejerce como su director científico y espiritual desde hace varios años. Ese es su verdadero centro de gravedad del cual escapa esporádicamente para reconciliarse con la cultura del Universo. Ha permanecido como embajador de la república en las repúblicas de Corea, Indonesia y Filipinas y la última vez que fui convocado por su encantadora Maria Cecilia a la Gran Casona donde ha sentado sus reales, era para recibir al Embajador no residente de Chipre en Colombia del cual es su Cónsul en nuestro país.

Sin embargo entre los alamares de la diplomacia, por entre las hendijas de un tiempo avaro que le impide dar aún más de si mismo en la Sociedad Bolivariana de la cual es su reelecto presidente, en la Academia de la Lengua, las Academias de Historia de Cundinamarca, Sanmartiniana, Boliviana, en fin… todavía le queda soplo vital suficiente para padecer poesía y ser al mismo tiempo piloto privado!

-¿Qué otra cosa puede apasionarte?_ le digo ya sin sorprenderme.
-“Todas las posibilidades de la existencia”- afirma con su vehemencia gentil.
-“Tengo la convicción que la juventud es la capacidad de emocionarse que posee el hombre. Aún me conmueve un buen libro, la música me sigue transportando a sitiales maravillosos y no cambio nada por una tarde de toros. Me han practicado cuatro by pass en el corazón pero ninguno en el alma!”-

Hemos hablado sin descanso sobre la cultura nacional, el fenómeno Mockus y hasta sobre la moribunda luz de las luciérnagas que animan el espíritu de los Cachacos. Virgilio es un hombre con una vitalidad ideológica sorprendente.

-“Hay gentes que muestran una cosa distinta antes de mostrar su cara –dijo refiriéndose al nuevo Alcalde Mayor de la capital- ¡No sabemos quién es! Pero la expresión del rostro de un hombre es un reflejo de su personalidad en él apenas tenemos datos de algunas señales particulares, de las cuales esperamos no tener que acordarnos cuando expire su mandato. Por lo mismo no creo que nos vayan a convertir en la “tenaz” Suramericana como se está registrando en los graffiti”-

-“La cultura nacional viaja en coche y allí ocupa un lugar el “espíritu cachaco”. Ese espíritu que no han logrado destruir ni la superpoblación ni la subcultura para el consumo masivo que “venden” los medios de comunicación de masas y que corresponde a una actitud ante la vida, de la cual soy uno de sus representantes, sobrevive! Y la vanguardia de esta convicción está la mujer. ¡En la actualidad existen veinte mujeres poetas por cada hombre!! Desde la fanática hasta la erótica estamos bajo su sino incontenible!”-

Virgilio Olano construye sus castillos con la fe indoblegable de un alfarero que hace de la arcilla su mejor refugio frente a la realidad. Quiere convocar a todas las Sociedades Bolivarianas en Panamá con motivo del hallazgo de las actas originales del Congreso Anfictiónico convocado por el Libertador Simón Bolívar hace 170 años, las cuales aparecieron en Brasil uno de los países que se excusaron de asistir entonces.

Quien duda que moverá cielo y tierra para conseguirlo?

(Publicado en “OCCIDENTE” el 13.11.1994)
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EN LA CARTAGENA DEL TUERTO LOPEZ



Navegábamos a la deriva por las callejuelas de Cartagena de la mano de esta permanente inspiración de Maria Mercedes, reviviendo los chispazos de Daniel Gil Lemus:

-“Yo no brindo por los bellos,
Solo brindo por las bellas.
Mas, también brindo por ellos
Pero por los vellos d’ellas!”-

Los disparatorios de Alberto Mosquera, alguno de Carlos Villafañe, las acrobacias Becquerianas del nunca bien ponderado Ciro Mendía y por supuesto, al toparnos con la plaza de la Inquisición volvimos a Luis Carlos López, a su lúcida conciencia de la complejidad de la vida y la pobre condición del cascarón humano que la consume.

Eran los tibios días del solaz empeño por borrar las fisuras de la inseguridad de los amores en la edad más verde, y el concierto evocador de la plaza invitaba a disfrutar la acuarela postal y la plástica acústica de los versos del Tuerto. Ya cuando terminaba de contarle una vez más su “Muchachas de provincia”:

-“Muchachas solteronas de provincia, que los años hilvanan
leyendo folletines
y atisbando en balcones y ventanas…Muchachas de provincia,
las de aguja y dedal, que no hacen nada,
sino tomar de noche
café con leche y dulce de papaya…Muchachas de provincia
que salen, si s que salen, de la casa
muy temprano a la iglesia,
con un andar doméstico de gansas…Muchachas de provincia,
papandujas, etcétera, que cantan
melancólicamente
de sol a sol: Susana!, ven..Susana!...
Pobres muchachas, pobres
muchachas tan inútiles y castas,
que hacen decir al diablo,
con los brazos en cruz: ¡Pobres muchachas!”-

Hice algún comentario al desgaire sobre aquel inolvidable soneto del Tuerto López a Cartagena de Indias (“A mi ciudad nativa”), cuando se nos acercó un hombre enjuto, con esa piel endurecida que distingue a quienes disfrutan de la resolana del Caribe. Una frente brillante salpicada de pecas evanescentes apenas disimuladas por un sombrerillo duro de antiguo bailarín de TAP daba cabida a sus ojos firmes, vivaces, pese al halo volátil de nostálgica senectud que hacía sombra a sus pupilas.

-“Ese era un renegado del carajo!”- terció con una voz amable exenta de formalismos e impermeable a la consideración.

Observé con atención aquellos ojos casi azules, hieráticos, que revelaban la sabiduría del hombre que conoce al dedillo el misterio de la otra cara de la medianoche, inmune a la incertidumbre.
-“Eduardo Lemaitre, un servidor más”- se presentó sin solemnidades. La brisa abanicaba los hilos de su guayabera.

De inmediato nos convertimos en cómplices irreductibles del cansancio de vivir angustiado por la certeza de saberse escuchado, leído, comprendido y aceptado. Nos dimos cuenta que deambulaba cansado de temblar ante la incertidumbre del porvenir pero preparado para sucumbir ante el asedio implacable de la vejez. Fue cuando nos lanzó aquel hálito de perturbación que aún retumba en mis recuerdos:
-“Es que Luis Carlos López proviene de lo que queda de rancio de la aristocracia de Cartagena!”-

Entre las ironías de Eduardo, sus mordaces críticas que se me antojaban innecesariamente implacables, pese a que escuchábamos arrobados el vaivén de sus afectos íntimos y sus desencantos literarios. Sin embargo y pese al deslumbramiento por la facilidad con que se desenvolvía en ese laberinto intrincado de verdades aparentes y espejismos reales, el Tuerto hacía de las suyas en mi memoria:

-“Noble rincón de mis abuelos: nada
como evocar, cruzando callejuelas,
los tiempos de la cruz y de la espada,
del ahumado candil y las pajuelas…

Pues ya pasó, ciudad amurallada,
tu edad de folletín…las carabelas
se fueron para siempre de tu rada.
¡Ya no viene el aceite en botijuelas!

Fuiste heroica en los años coloniales,
cuando tus hijos, águilas caudales,
no eran una caterva de vencejos!

Más hoy, plena de rancio desaliño,
bien puedes inspirar ese cariño
que uno le tiene a sus zapatos viejos…”

-“ Y es que a ese carajo nos lo volvió grandioso el Bebé Martelo cuando fue Alcalde de la ciudad, mandando a hacer los botines esos que están ahora mismo frente al castillo de San Felipe de Barajas. ¿Imagínate el contraste: el heroísmo frente a la chabacanería!”- agregó con una mezcla de nostalgia y desdén.

No obstante, Eduardo Lemaitre, quien estaba acompañado del historiador Donaldo Bossa, padecían esa rara dolencia de la amabilidad costeña que suscita una confianza inmediata, dejándolo a uno presa de una cordialidad diáfana parecida a la plenitud del amor.

-“Por supuesto que de la aristocracia de Cartagena solo quedan unos cuantos quinquerones “tente en el aire” que ni ponen ni dejan hacer!”- terminó asegurando guasón.

Lemaitre escribía bajo la fascinación y el embrujo que le provocaban los recuerdos de las galeras y bergantines mientras observaba el mar incandescente desde la iluminada colina de La Popa, hendiendo la bruma con sus ojos achinados por la brisa marina, recalando en las velas grisáceas de las carabelas del siglo XVI que orzaban al sur para ingresar por Bocagrande a su Cartagena del alma.

Los galeones le consumían la imaginación febril poseída por el tráfago del tiempo, las caravanas de traficantes de piedras preciosas y los bucaneros de espanto, seguían desfilando en sus páginas sobrecogidas por la dura realidad de la historia rediviva en sus obras claves:”Breve historia de Cartagena de Indias”, “Cartagena Colonial”, “Rafael Núñez: el solitario del Cabrero”, “Colombia y su separación de Panamá”, etc.

En sus pensamientos se llenan de color los careneros de la Marina Real Española y vuelven a apretujarse los pescantes con el embarque o desembarco de cañones de artillería; los trajineros sofocados continúan martilleando en las playas donde se reparan y carenan los barcos, bajo el grito de los capataces, el canturreo de los marinos y las exclamaciones de los esclavos.

Buen viaje Eduardo! Vete feliz como una gaviota a tu reencuentro con el Tuerto!

(Cali 25.11.1994)
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LA ÚLTIMA NOCHE DE MISTER BABALÚ



La mañana de aquel miércoles de neblinas huidizas y eucaliptos inquietos Miguelito Valdés había abordado el teleférico de Monserrate no porque tuviese el sueño premeditado de mirar por última vez la ciudad, sino porque en su caminata se había topado con un agradable grupo de trasnochadores impenitentes del Valle del cauca y llevado por una ráfaga de confianza, les había seguido la corriente, aceptándoles discutir el tema eterno de su peregrinar de siempre: la música. Sin la amargura de las desilusiones ni el peso del olvido que iba adquiriendo su fama legendaria de antaño, disfrutó el escándalo que causaba en los peregrinos la grabadora inmensa que desgranaba aquellos boleros morunos de su viejo amigo Tito Rodríguez. Pero ni en ese momento ni después a lo largo del día intuiría que el tiempo es un insobornable testigo de la existencia y que sus horas estaban contadas.

Seguramente hubiese disfrutado el incógnito de aquella fuga de la realidad sino fuera porque, mas que libertad, era búsqueda de aire puro para un cuerpo golpeado por el tufo de los cabarets y el humo sempiterno de los habanos “Cohíba” con que exorcizaba sus presentaciones, sino lo hubiera delatado su caminar desenvuelto de Caribe indomable, el sombrero negro de bailarín de milonga y su traje todo negro cortado sobre medidas en Los Angeles donde residía. Pero Miguelito Valdés, Mr. Babalú como se le conocía en los medios tenía el alma abierta y el espíritu desenvuelto que lo convertían sin proponérselo en el centro de atracción donde quiera que se presentase. La ocasión era válida.

La gloria de haber sobrevivido a la herrumbre de la revolución Cubana le había convertido en un vagabundo célebre, así como errantes y exitosos deambulaban como corsarios sus compañeros de exilio: Miguel Matamoros, Arsenio Rodríguez, y Celia Cruz. En su fardo de recuerdos estaban las grandes orquestas: Casino de la Playa, Xavier Cugat, la Sonora Matancera, su propia orquesta y cualquier multitud de conjuntos que compartían el sentimiento colectivo de su ancestro afro caribe, la magia sensual de su voz tribal y el canto mulato de sacerdotiso en que se convertían sus presentaciones. En cada actuación, emitía aquel mensaje alado que transportaba a otros tiempos:

-“A é! Che che re bruca maniguá, mira que bruto bruca maniguá, a é!”-

…porque había en él una fantasía erótica cuando sus manos golpeaban la tumbadora y bajo el conjuro del cencerro, los saxofones y trompetas, el público sentía un ansia indefinible de libertad y el recuerdo sublime de un bien perdido en el pasado.

Aquella tarde, arregló sus maletas pensando en que tal vez al finalizar el Show de media noche en el Hotel Tequendama, llegaría tan cansado que sería incapaz de hacerlo. Una premonición sutil lo había movido a telegrafiar a su esposa que regresaría dos días después, pese al desarraigo que le causaba el tráfago de Los Angeles. Solo sería unos cuantos días, porque sus verdaderos sueños eran volver a la playa, cualquier playa, cualquier mar, donde se pudiera sentir la cercanía del sol, el agitado paso del tiempo en las palmeras y la nostalgia de siempre Todos sabíamos que su música era tan solo el lenguaje cifrado con que invocaba los recuerdos, los afectos indelebles, los rencores proscritos y los sentimientos confusos con que cada cierto tiempo añoraba a Cuba…su gente, su brisa tibia cargada de alivio, y el encanto indescifrable que ocultaba cada rincón de la cada vez más lejana isla.

En la noche, la presentación estaba cargada de la misma nostalgia. Los mismos admiradores de ayer, algunos pocos que habían estado en su concierto popular de la Media Torta que se acercaban para que les firmara autógrafos, los que registraban el recuerdo mate de una fotografía donde aparecerían los ojos almendrados cargados de presagios ya, bajo unos párpados enrojecidos y abotagados por el peso del insomnio.

Había cantado a placer. Su voz metálica, un tanto enronquecida por el tapiz del tabaco, llenaba los tres costados del apretujado salón, cuando la sangre fascinada por el instante de gloria le trajo el sabor de la resolana de Cartagena de Indias:

-“En la playa blanca de arena caliente, hay rumor de cumbia y olor a aguardiente…”-

Sintió que era una oportunidad más que le daba la vida de combinar su soledad interior y los afectos del pasado, por lo que se levantó y anunció alegremente:

-“Y ahora, para todos ustedes, de mi compadre José Barros, Navidad Negra!”-

En ese momento se fue desmadejando como una ola que termina el recorrido de su existencia en cualquier playa solitaria. Y ante el público mudo, sorprendido, estupefacto de aquel amanecer del 8 de noviembre de 1978 en Bogotá a 2.600 metros sobre el nivel del mar, murió Miguelito Valdés, el misterioso Mister Babalú, cuyo son eterno llevamos con nosotros.

(Publicado en OCCIDENTE abril 10 de 1994)

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EL HERMANO MAYOR DE BENY MORÉ



EL HERMANO MAYOR DE BENY MORÉ
DANIEL LASSO,
“LENTA” PARA LOS AMIGOS.

POR: JOSE RAMON BURGOS MOSQUERA

La mañana de este jueves de reminiscencias el valle exhala frescura por las lluvias de la tarde de ayer. La carretera a Puerto Tejada, bajo el peso implacable de centenares de volquetas se ha ido convirtiendo en un tórrido camino de altibajos donde asalta a la menor oportunidad un peligro latente. No obstante el Norte del Cauca mantiene vivo su encanto interior de pueblos negros con su idiosincrasia y valores inconfundibles, su tierna fatalidad, su dramatismo atávico, y a pesar de todo ello, la vitalidad inmanente con que se asume cada circunstancia de la existencia.

No de otra manera se concibe en éste trópico de sueños, personajes como Daniel Lasso Díaz Carabalí, “Lenta” para sus amigos, a quien con justicia se le conoce como el “hermano mayor” de Beny Moré. Y es que “Lenta” exhibe un encanto especial, una magia antillana única que a duras penas le permite sustraerse a la realidad cortante de nuestros tiempos. Nacido en “Arrancacinchas” una vereda recóndita entre los recovecos del río Palo al occidente de Puerto Tejada, a los 66 años se desplaza con la elegancia del Mulato de Richie Ray, enfundado en su guayabera Habanera, pantalones de linos impecablemente blancos, la cachucha infaltable y un aire de importarle un “carajo” que los tiempos de la abundancia de los negros se los tragó el polvo del olvido. En cada expresión se percibe que en su alma de artista permanece intacta la convicción de que tarde o temprano la realidad termina por darle paso a los sueños, sin embargo y pese a algunas fantasías de porcelana que todos llevamos dentro y a la certeza de que no hay nada más apasionante que su trajín diario, las añoranzas le arañan el alma sin contemplación alguna:
.
-“En la música hay algo de instinto, que vibra con los rítmos que uno lleva dentro. Y aunque nada es más bello que eso, uno nunca puede dejar de el dolor de la realidad”- nos confiesa a Diego Paz y a mí. Y entonces recuerda con fruición la historia de la bisabuela contada en su infancia de labios de la abuela, quien había sido “marcada” en la hacienda de La Bolsa por los años de la abolición. Estas historias lacerantes que hicieron de su niñez una permanente reflexión le imprimieron para siempre un gesto de hombre absorto y de ademanes pausados que ahora ya sabe los circunloquios que da la vida.

Receloso al comienzo, después del quinto trago deja que sus dientes blancos brillen bajo el bigote encanecido de caribeño audaz y se abandona al calor del afecto que fluye con los recuerdos del pasado:

-“Cuando dejé el fútbol profesional, formamos una orquesta en Puerto tejada que se llamó “Armonía Tropical”. La mayoría eran músicos de escuela como el maestro Aníbal Loboa quien era el director, Samuel Díaz baterista, Alí Garcés trompetista, Juan Caicedo y otros. Tocábamos de todo! Porros, pasillos, pasodobles, guarachas…en fin. Yo le daba a la tumbadora, como se le debe dar, con esa cadencia que le viene a uno del alma, sobre todo los temas de Beny Moré. Y bueno, desde entonces, cada vez que los amigos quieren evocar los buenos tiempos, me contratan con un grupo pequeño de músicos y es como si el tiempo no hubiera pasado, compay” – comenta con los ojos vibrantes.

Las remembranzas maceran sus bigotes endurecidos por la resolana del Norte del Cauca, sobre todo porque “Lenta” al igual que los cantantes de su generación sobreviven pese a su mal llevado matrimonio con la música: no pueden vivir ni con ella, ni sin ella. Ello no le impidió disfrutar de la compañía del grupo de Celina y Reutilio a quienes invitó a su casa a comerse unos fríjoles negros hechos en leche de coco. Luego de unos alegres rones les cantó algunas de sus mejores interpretaciones y uno de ellos exclamó encantado:
-Chico, ¿Qué tú haces aquí? ¡Si estás cantando como el hermano mayor del Beny Moré!-

-“Mi mejor amigo de la infancia y de la adolescencia fue Jorge Benhur Peña, quien es hijo natural de un hermano del cantante Luis Ángel Mera. Me envió esa foto desde Hollywood donde se dedica al diseño de joyas para el jet set…tú sabes: Gregory Peck, Elizabeth Taylor…al punto que es compadre de matrimonio de Muhammad Ali, el inolvidable Cassius Clay!”

Los ojos brillantes por el instante, pese a un halo simbólico que los cerca, giran alegremente hacia la pared donde está el personaje a quien se refiere y comprendo el valor en que sobrevive esa vieja amistad.

¿DE DONDE SON LOS CANTANTES?

“Lenta” ha cantado para todos, ha cantado para redimir las penas de los amigos, pero fundamentalmente ha cantado por lo que todo el mundo termina inconscientemente haciéndolo en cualquier instante: para ponerse a resguardo de los sitios a que nos impone la soledad.

-“Una noche de viernes de 1958, Luis Ángel Mera nos llevó a su hacienda de Quintero con José Felipe Mina el contrabajista, Rafael Olave trompetista, Miguel Olave y Oliver Viáfara guitarristas, mi tumbadora y yo. En la casona estaban entre otros Carlos Julio Ramírez, Curro Girón y Emilio Corey entre los conocidos. Pero los invitados de Luis Ángel siempre eran de lo mejor de Cali, había mujeres bellísimas, licores de toda clase, en fin… Después de pasar la noche escuchando las dos mejores voces de América, cuando ya se estaban recostando comenzamos nosotros a darles una serenata cubana con canciones de los Matamoros, de Beny Moré: “Yiriyiribom”, “Bonito y sabroso”, “Mucho corazón” hasta que los sacamos de una resaca de espanto preguntando lo mismo de siempre: ¿De dónde son los cantantes?”-

Volver a los cincuenta de la voz de un exarquero de aquel Deportivo Cali del 48, de “Chinola” Aragón, Severiano Ramos, Máximo Lobatón (Peruano) y los argentinos Manuel Espagnolo, Héctor “Tanque” Ruiz y de la mano de sus músicos de ayer, hoy y siempre tiene sus privilegios, aunque termina uno cayendo en las trampas de la nostalgia, de las cuales no se regresa a casa sino al atardecer del día siguiente liberado de los sempiternos complejos de culpa, fortunosamente.

(Publicado en “OCCIDENTE” el 25 de junio 1994)
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CONTRA LA PROVINCIA… A LA CARGA!!









A la capital de Colombia la han hecho más insólita e inaccesible los medios de comunicación que la orientan a su antojo con su fatigante prepotencia pontifical que los millones de colombianos sobrevivientes al hacinamiento ruidoso y asfixiante, intemporal e insensible, de quienes deambulan como sonámbulos tratando de encontrar un ápice de identificación con una urbe cuyo único mérito radica en haber limado la costra de provincialismo con que se llegó a ella.

Pero de la misma manera como Bogotá exhala esa apariencia de ciudad sin fronteras y de puertas siempre abiertas, es callada y secretamente centralista en defensa de la mayor concentración del poder de la nación en manos de un estrecho círculo de privilegiados con acceso a los medios de comunicación de masas donde bajo las influencias recurrentes de sus pocos propietarios se viola el más elemental sentido de la equidad dando rienda suelta a una desmesurada capacidad para inflar talentos inexistentes en mediocridades adineradas, reciclan prestigios calcinados por el estrepitosos rechazo nacional, o confabularse inmisericordes contra los anónimos personajes de la provincia. Apolillados por el frío y carcomida por los recelos, la fauna de la gran prensa devora ministros, congresistas, gobernadores, concejales. Noticia es colocar en el asador y dejar en entredicho los logros de la provincia. Ignorar sus logros es una política permanente porque para los medios “no vende” la buena prensa sino el escarnio, en un país quejoso por el sempiterno problema de la mala imagen.

Son verdadera excepciones las que brillan con su propia luz: García Márquez, Fernando Botero “el Pintor”, Manuel Elkin Patarroyo, porque por lo general las luces de las cámaras de televisión se rinden ante los caprichos de personajillos hechos por la fuerza de sus relaciones, de los presupuestos publicitarios que manejan, de las juntas directivas a que pertenecen; así pues, personajes que en los departamentos son mirados como semidioses, allá a duras penas son reconocidos por sus amigos de la provincia: ya sean parlamentarios, gerentes o profesionales de renombre.

En la capital por lo mismo se inventan imágenes, se pergeñan comedias, se elaboran figurines de relumbrón. Son los “favoritos” de los medios: la TV., El Tiempo y las dos grandes cadenas privadas de radio (RCN y Caracol) y sus revistas semanales Semana, Cromos, Aló, TV y Novelas.

Ese cerrado círculo maquiavélico promueve prestigios, inventa jefaturas, aglutina adhesiones, genera movimientos conduciendo el río de la opinión pública por un cauce preestablecido e invisible que de una u otra manera termina convertido en las grandes decisiones nacionales. Los “medios” han hecho personajes de la nada llámense Vives, Santofimio, Sanín Botero Zea o Mockus.

Los medios igualmente han destrozado a su gusto personajes que siguen vigentes en la provincia: Santofimio, Latorre, Maria Eugenia Rojas, o Vives Echeverría, Guerra Serna o Char Abdala. No existe sin embargo equilibrio en esa comparsa de odios aparentes y cariños reales. Para nadie es un secreto que a los políticos de provincia que “pecan” se les sanciona con la pena inconmutable del escarnio público. ¿A los de la capital? No…no es igual. El despliegue con Escrucería en nada se pareció al de Losada Valderrama, o Blakburn o los Puyo Vasco de la Empresa de Energía de Bogotá.

Pese a los esfuerzos de El Tiempo con sus ediciones regionales, la gran prensa y las cadenas de televisión son marcada e insoportablemente centralistas; el gran esfuerzo que cumplen los líderes de la provincia para salir del anonimato se ve menguado por el cerco de hostilidad que les tienden los editores de la capital, excepción hecha de las cadenas radiales donde la apertura a la noticia regional encuentra acogida mas o menos aceptable. Y pensar que los hilos conducentes de esa tiranía son movidos por marionetas del desarraigo que lograron sobrevivir a la soledad, olvidaron sus propias raíces y ahora exhiben orgullosos el tatuaje pálido de socarronería del altiplano que les era tan detestable al comienzo.

Un aspirante de provincia a cargosa nacionales debe moverse y frecuentar la alta sociedad bogotana, dejarse seducir por los salones aristocráticos, su refinamiento, la vida ociosa y hedonista de sus protagonistas, nadar en los ríos de conversación sutil, modales exquisitos y costumbres caras que han hecho de la capital “la tenaz suramericana”, lo demás es cuestión de tiempo. Los “dueños” de los medios merodean por allí, y al final terminan reconociendo como válidas las opiniones de un Belisario, un Gaviria, un Holguín, un Uribe…

(Publicado en Occidente y El Liberal en octubre 24 de 1995)
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SOY EL ÚLTIMO NEGRO QUE QUEDA EN EL SENADO


Guiado por la luz de su buena estrella negra, Sofonías Vidal abandonó la sombra de los últimos guamos y carboneros que sobreviven en las márgenes del río Güengüé, cerca de la hacienda Méjico en su nativo Puerto Tejada, para intentar sobrenadar en ese mar enloquecido de neblina, intrigas y “locura demencial” en que se ha convertido la capital de Colombia.

A diario, la pequeña saeta negra que envuelve su cuerpo delgado de asceta africano parece pender de un hilo invisible guiado por manos misteriosas, mientras zigzaguea con su vieja cámara Cannon registrando los instantes insólitos, los segundos fugaces, aquel mágico momento que solo será incambiable años después, cuando el tiempo se convierte en un insobornable juez.

Sofonías Vidal, con su cráneo dolicocéfalo de Yoruba Ghanés, brillante, de canas ensortijadas, ha exorcizado con su cultura milenaria los salones vaporosos a incensario electoral y la cochambre hostil que resuma la burocracia intocable. Hoy hace parte de la tropilla audaz de testigos de excepción que viven paso a paso el pródromo de las leyes, el fragoroso combate que se libra en su interregno y el parto feliz dos o más años después.

-“Hace dos años recibí la muestra más grande que se le pueda dar a un funcionario público. El Director Administrativo de entonces, el doctor Domingo Cárdenas me declaró insubsistente. Yo sin embargo, seguí trabajando y hablando con mis amigos: Luis Guillermo Giraldo, Alberto Santofimio, Maria Estela Sanín, Roberto Gerlein y tantos otros…me había llegado un cobro judicial de Colmena porque llevaba cuatro meses de atraso en mis cuotas, los mismos que tenía por fuera de la nómina…cuando en plena discusión de la Ley de Presupuesto Nacional se lee una proposición presentada por el Senador Giraldo solicitando se me reintegrara en el cargo. ¡Fue aprobada por unanimidad! Y curiosamente no solo se cumplió ese mandato, sino que dos semanas después era declarado insubsistente el Director Administrativo –cuenta, con los ojillos vivaces de satisfacción-.

-“Pero lo increíble no termina allí” –agrega con franqueza- “A la media hora se me acerca el doctor Pedro Pumarejo, secretario General del Senado con un sobre y $870.000 que los Senadores habían recogido, cuando se enteraron por las que estaba pasando. ¡Carajo. Ahí es cuando uno no sabe qué hacer con la amistad en lo que le queda de vida!”-

Sin embargo, Sofonías no olvida aquellos lejanos días de su infancia en la escuelita de maestro Domingo Lasso cuando correteaba con ,os amigos hasta las orillas del río Palo para ver el desfile final del vapor “Caldas” con el que no solo se iban los sueños del futuro sino que se iniciaba la interminable travesía del desierto para los negros del norte del Cauca, el progresivo deterioro de su condición humana, la pérdida de su identidad cultural, la diáspora incontenible por todos los recovecos de las selvas colombianas.

-“En razón de mi trabajo, viajo con frecuencia por todo el territorio nacional. He visto toda nuestra gente regada por toda Colombia”- recuerda, mientras hace cuentas del archivo fotográfico que ha logrado acumular en cuarenta años de ejercicio profesional y como reportero de “OCCIDENTE” donde se inició, “EL PAIS” y otros medios nacionales.

-“El país ha dado un vuelco tremendo desde que pasó ese “ciclón” del Presidente Gaviria (César) –observa reflexivamente- pero sin desconocer la figura sobresaliente de la Senadora Piedad Córdoba, en verdad, ¡Soy el último negro que queda en el Senado ¡!”-






Por todo ello, Sofonías guarda memoria fiel de las horas sin transcurso en las sesiones permanentes, registra el gesto adusto, el ceño fruncido, la mueca trágica, la sonrisa complaciente de Representante, Senadores, Ministros y hasta Presidentes. Ha almorzado en el Hilton, cenado en el Club de Ejecutivos y participado en desayunos de trabajo en el Tequendama. Se saluda cordialmente con Horacio Serpa, o Tito Rueda Guarín o disfruta de las notas de buen humor de Juan Guillermo Ángel. Conoce a plenitud de las rabietas de Maria Izquierdo, la elegancia “y muy gente” actitud de Claudia Blum, el corte clásico y la oratoria centenaria de Roberto Gerlein Echeverría, el humor inteligente – pese a su fama de malgeniado- de Víctor Renán Barco, el respeto no exento de ironía conque hoy se escucha a Santofimio Botero, la seriedad incambiable de Fuad Char, en fin, a cada quien lo ha visto ascender trabajosamente los peldaños de la fama y descender las gradas del Capitolio, para no regresar sino por los rescoldos del pasado y la liquidación.

Hubo un instante indefinible en que guardó silencio. Hubo en su rostro un aire lejano que le trajo recuerdos degradantes de pasados tiempos. Fue cuando lo interrogué sobre las actitudes que han asumido con él los parlamentarios Caucanos, excepción hecha de Humberto Peláez Gutiérrez, quien hizo posible su nombramiento como fotógrafo de la Oficina de Prensa del Senado!


(“Publicado en “OCCIDENTE”)
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EL FAROL PERDIDO DE DIEGO TOBAR







Confieso con vergüenza que conocí a Diego Tobar, el famoso fotógrafo de Popayán, hace un cuarto de siglo en la pista de carboncillo del recién inaugurado estadio de la Universidad del Cauca. En ese entonces ya era un deportista consagrado, dueño de una disciplina infernal que lo mantuvo alejado de la realidad por varios años. Hoy, cuando desdeño temerariamente el dictamen de la balanza, él a duras penas exhibe una hipótesis de madurez en el pelo color ortiga y las sienes brillantes de canas impúdicas que contrastan con su frenesí juvenil de medio siglo.

Diego Tobar nació en Popayán junto a un monasterio convertido en hotel bajo el rigor de las campanas de cuatro iglesias que cercaban la casa paterna. Pero su vida intensa de fotógrafo profesional, sometida a la presión volátil de una caldera hirviendo, guarda paradojas y enigmas que solo sus amigos más íntimos pretenden conocer a cabalidad, puesto que sus actitudes iconoclastas y de gonfaloniero le impidieron para siempre depender de nadie. Delgado como un asceta, febril e impetuoso como un adolescente, inició estudios de ingeniería, se graduó en Geotecnia pero solo se le conoce por sus indiscutibles logros como fotógrafo. Un fotógrafo que sueña, o sea, un fotógrafo nada común, de aquellos que luchan con la llama interior que les provoca su creatividad plástica.

Cuando habla, los ojos brillan en el fondo de las órbitas, mientras las manos henden el aire a placer dando mayor énfasis a sus palabras y juicios.
-“Hice una carrera que no ejerzo, por necesidad de estudiar algo. Con poca vocación. Mi verdadera vocación es de artista y mi temperamento es romántico, por eso, lo que registran mis lentes va más allá de la forma y los colores. Más allá del paisaje en sí mismo. Creo que lo que uno busca recoger son los sentimientos más profundos”-dice con franqueza.
-Sin embargo la fotografía solo registra lo efímero- trato de insinuarle.
“La fotografía corta el tiempo en instantes y cada instante conserva valores inamovibles y únicos que jamás podrán repetirse” –explica-

Con una cámara en la mano se mueve con la voluptuosidad de quien se siente amo y dueño de las bellezas insospechadas del mundo.
-“Algunas sesiones y estudios me han quitado en pocas horas hasta un kilo de peso. El oficio me mantiene en forma” –asegura sonriente-

El momento más difícil comienza cuando se encierra en su laboratorio a descifrar el jeroglífico de las imágenes captadas, los sentimientos reflejados, las verdades aparentes y las mentiras reales que expresan sus personajes: aquel hereje con cara de santo, el tufo libídine de la adolescente indiferente, la gracia marchita y el hastío precoz de los niños de nuestro tiempo, el alarido de rencor que emiten las facciones cortadas a cuchillo de los caudillos en campaña, la mirada sensual bajo el sombrero blanco del líder guerrillero que olvida el título de la obra colocada estratégicamente sobre la mesa de trabajo junto a la cual posó:”Soy un hombre libre!”

La fama ha hecho que los políticos desfilen por su residencia –no tiene estudio- en busca del mejor ángulo para sus propósitos electorales. Por ello disfruta más que padece las intrigas y fastidios de la comedia política Caucana. De ahí que su obra bien puede encontrarse en postes y avenidas o decorando grandes salones y salas de espera de oficinas de renombre. Pero su verdadero escenario es el espacio vital de la tierra, el Parque Nacional de Puracé, el diáfano interrogante de la mirada de los niños de la costa, la otra cara de la medianoche, y por supuesto las calles de Popayán, sus adoquines, eslabones y empedrados coloniales, el arco victorioso de sus puentes, la argamasa de cal y canto de sus muros, los balcones de visillos empolvados y enrejados retorcidos por el paso de los años, el liquen verdoso de los tejados españoles o la perdida luz de los faroles en invierno.

Popayán es excepcionalmente bella. Pero al anochecer esta belleza se sublima y adquiere esos tonos sepia de las fotos viejas. Y como sobreviven personajes sui géneris, no es extraño que al paso de los años cuando abrimos el álbum encontremos uno de aquellos fantasmas que cada vez cuando se topan con Diego Tobar, le hacen el mismo interrogante:
-“¿Qué pasó con el farol que existía frente a la Casa Valencia?”-


(Publicado en OCCIDENTE el domingo 27 de marzo de 1994)
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DESDE LA CIUDAD MATERNAL



(Con motivo del terremoto que semidestruyó a Popayán en marzo de 1982)

DESDE LA CIUDAD MATERNAL


“Tu vives del pasado. Púrpura de razas soberbias
en prófugo instante volaba quemando tus hombros;
y en púberes gajos te reían las pomas de miel…
¡Levanta! ¡La túnica fulge de dolor y heridas!
Acuden tus buenos y el rostro marchito restauren,
¡Y mullan tus sendas con hojas de nuevo laurel!”

Ciertamente se necesitó este río de dolor para comprender el profundo significado que en el corazón de la patria ha dejado a través de los años el meridiano espiritual que nace en Popayán. El sacudimiento colectivo, el sentimiento de pesar del país y aún la voz clamorosa que nos llega desde todos los rincones del continente como obedeciendo a las razones más hondas que esconden en su intimidad los pueblos, nos han hecho redescubrir sin misterios pero con satisfacción sublime, que Popayán seguía rediviva allí, a lo largo y ancho de la nacionalidad, palpitando en el corazón herido de cada Colombiano, sangrante, extática y lúgubre, en la memoria de millones de compatriotas.

Por los amplios ventanales de La Moncloa, sus nuevos huéspedes miraron hacia el pasado la enhiesta figura de Don Joaquín de Mosquera y Figueroa, cuando a comienzos del pasado siglo y en reemplazo del cautivo Fernando VII, haciendo las veces de Regente, sancionaba la Constitución de 1812, expedida por las Cortes de Cádiz. Y había nacido en Popayán, en la región del Cauca, Virreinato de la Nueva Granada, una de las tantas desconocidas provincias ultramarinas de la España Grande.

¿Y por qué España en nuestra angustia presente? Porque España sembró lo más selecto de su estirpe e irrigó a manos llenas los privilegios del poder a sus ciudadanos en estas provincias. Y fue precisamente aquí donde florecieron como una generación de cíclopes incontenibles los Torres, los Caldas, Mosquera, Ulloa, Caicedo, Arboledas, Quijano, López, Obandos y Zeas, Cabales y Ortices, Pombos y Fernández de Soto, Gambas y Borreros de entonces, que renegando de las mieles de sus cunas hicieron respetable y triunfal la turbamulta que desgajó los brazos del imperio.

Aquel mirar sereno y profundo de la vida que impregnó la existencia de Popayán desde los albores mismos de la nacionalidad, su cultura ancestral, sus insobornables valores religiosos que permanecen aún en el subfondo de la conciencia igualitaria de la nueva generación como un patrimonio incuestionable y vivificador que le ha permitido sobrellevar con dignidad la hora amarga, el peso ineludible de las huellas de un pasado honrado con la sangre patricia que nutrió las bases de la balbuciente democracia del pasado siglo, la comunitaria procesión de intelectualidad que ha trashumado por Santodomingo ininterrumpidamente por cerca de dos siglos ya, todo ello, ha convertido a Popayán lenta pero de manera inexorable en la capital espiritual de Colombia. Y como tal ha sido recibido el golpe por el país.

Desde la vieja Cartagena de Indias del Tuerto López se siente el aire enrarecido de la derrota que ha impuesto la naturaleza al orgulloso Cauca. Pero desde allí y por todos los caminos del Estado se sienten la indeclinable voluntad de reconstruir la villa sagrada, el altar de la patria como dijera el primer mandatario de tan costosa decisión nacional.

Porque esa nueva Popayán muestre unas manos limpias al futuro, con escudos de hidalguía exentos de la herrumbre esclavista que separó la sangre anónima de la sacra que cantara el gran poeta, porque el dolor colectivo no es propiedad exclusiva de las casonas blancas sino de esa nueva mezcolanza hirviente de mestizaje vivo que recorre lacerada también, sus calles enlodadas, sus estrecheces derruidas, con sus hijos hambreados, sus soledades descubiertas a la intemperie de los explotadores de la noticia o del dolor, sus manos extendidas a una desocupación sin atenuantes y la mirada perdida en un futuro sin perspectivas. Y porque hermanados ahora, más que nunca en el pasado, estamos dispuestos a edificar un hogar más amable, confiemos y exijamos que nuestra ciudad fecunda sea reconstruida brindando igualdad y solidaridad para todos, sin los privilegios exclusivistas que subsistían en el reciente pasado, sin odiosas discriminaciones propias de otras épocas, sin querer convertir la respuesta nacional en un negocio personal. Es la posición digna que el país espera de nosotros. Y vamos a dársela con generosidad propia de la riqueza espiritual que nos ha caracterizado.

Reconstruyamos la Universidad haciéndola más humana y polifacética como popular, propia de un pueblo obrero y de una clase media en vía de tecnificarse; demandemos urbanizaciones menos alejadas de nuestra condición clasista, donde quepamos todos sin estrecheces pero sin distinciones caprichosas; recreemos nuestros talleres y fábricas, nuestros teatros y monumentos, nuestras iglesias y escuelas, pensando únicamente en el hombre del mañana. El único digno de todos nuestros desvelos.

(Publicado en PROYECCION DEL CAUCA, abril de 1982)



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RECUERDOS DE UNA SERENATA CON LUNA







RECUERDOS DE UNA SERENATA CON LUNA


La otra noche de viernes cuando cruzaba sudoroso bajo las heliconias rubras, los chiminangos húmedos adornados de tulipanes africanos y nidos de enredaderas, la nube de herreros, leñadores, carboneros, guaqueros, arrieros, buhoneros y organilleros que invadían la biblioteca mientras era transportado en el tiempo por el delicioso libro de Eduardo Santa “La Colonización Antioqueña”, el encanto se deshizo como una pompa de jabón cuando ingresó como una exhalación por entre las hendijas, el cálido abrazo de una serenata con mariachi:

“No hace falta que salga la luna
pa venirte a cantar mi canción
No hace falta que el cielo esté lindo
pa venir a entregarte mi amor.
No encontré las palabras precisas
Pa decirte con mucha pasión:
Que te quiero con toda mi vida
Que soy un esclavo, de tu corazón”

Mientras los diez músicos seguían interpretando la “Serenata sin luna” de José Alfredo Jiménez, todo el conjunto residencial se había desplazado hacia las ventanas. Por los corredores y gradas ascendía el mensaje alado:

“…en el otoño, cuando las hojas caigan
Tendrá tu vida una nueva ilusión…”

Una sensación de disgusto amable se percibía en quienes habían sido despertados, aunque una serenata lleva implícitos sentimientos personales tan valiosos y sublimes, que todos acceden generosamente a compartir un par de horas de insomnio, de solidaria comprensión.
Después fue la inspiración de Maria Grever:

“Cuando vuelva a tu lado
no me niegues tus besos
el amor que te he dado
no repitas jamás……..
No me preguntes nada
Que nada he de explicarte
Si el beso que negaste
Ya me lo puedes dar..”

Recordé las premisas sobre las cuales construía castillos románticos el inolvidable Rubén Ramírez: -“Ahí donde terminan las palabras comienza la música”- repetía con un toque de solemnidad, mientras exorcizaba el hielo que levitaba en los vasos de Buchanan.

Es imposible sustraerse a la fantasía indefinible que conlleva un concierto en medio de la noche. No lo fue para la doncella de Perth cuando el propio Bizeth dirigió la orquesta que interpretó en los grandes salones cortesanos su magnífica serenata, como tampoco pudo serlo para Pierné o Toselli. Clásicos serenateros de los pasados siglos fueron a su vez Romberg (“El príncipe estudiante”), Mozart (“Don Juan”), Offenbach (“Barcarola”), y Tchaikovsky (“Romeo y Julieta”), porque en todas las épocas, en todos los idiomas y por las mismas razones de amor y desamor, de ternura y desolación, de inspiración sublime o pasiones abrasadoras hombres y mujeres escriben y dedican serenatas ya se llamen Schubert, Mascaghi, Berlioz, Donizetti, o Lara, Manzanero, Discépolo, Villamil, porque en una serenata vivifican el murmullo de los sentimientos que no pueden permanecer ocultos y el vuelo de las notas es un libro de poemas abierto que transmite lo indecible.

Los que sucumbimos con respeto ante la pródiga gentileza de la composición romántica del Caribe, propondríamos una serenata solo de cuerdas, con un trío que mantenga la esencia de los tradicionales Tres Reyes, Los Tres Ases o Los Panchos, y sugeriríamos las inmortales: “Tu me acostumbraste”, “Contigo en la distancia”, “Sin ti”, “Regálame esta noche”, e “Irresistible”, porque en la serenata latinoamericana aún sigue vivo el mensaje a la manera de Agustín Lara, Alfredo Gil, Chucho Navarro, Pepe Guizar, Rafael Hernández, Pedro Flores, Bobby Capó o el gran Roberto Cantoral.

Han cicatrizado tantas heridas inflingidas con “Mi corazón cerró la puerta”, “Buenas noches mi amor”, “Embrujo”, “Las verdes hojas del verano” o abierto tantas ventanas que permanecían cerradas, que a lo mejor a nuestros países les deberíamos enseñar a escuchar más para aprender a odiar menos y poder conquistar la libertad infinita de tolerarnos más. ¿Quién osa discutir la libertad de darse un amor sin límites cuando se interpreta “Voy a apagar la luz”, de Armando Manzanero? O negar que el ardor de la desilusión quemará por igual cuando el mariachi haga suyos los versos de Federico Méndez o Fernando Maldonado cuando compusieron “De qué manera te olvido” y “Por tu maldito amor” o José Alfredo Jiménez en “Que te vaya bonito”?.

“Yo soy como el chile verde, llorona
Picante pero sabroso! -gemía como animal de monte Chabela Vargas-
No sé qué tienen las flores llorona,
Las flores del camposanto
Que cuando las mueve el viento llorona
Parece que están llorando!

El romántico mundo de la noche se ha extraviado, ha tomado un giro trágico y fatídico para los serenateros. El sereno hace estragos en la conducta de los hombres, como aquel amanecer inolvidable para un reconocido trío de la ciudad que fuera contratado por un par de alegres bohemios de cuyos nombres (Diego y Javier) quisieran olvidarse. Los invitaron en “Aquí es Miguel” a compartir unos tragos de aguardiente, concertaron una serenata para despertar a la novia de uno de ellos en el barrio Tequendama, lo cual posteriormente resultó ser una farsa y hasta los acompañaron con sus voces en las tres primeras canciones:
“Somos”, Gracias a la vida”, “Una aventura más” y “Adios”

Pero ni siquiera entonces el trío de marras supuso que el título de las canciones escritos en un sobre de manila, llevaban aquel mensaje cifrado de los guaches del amanecer:
“Somos”, Gracias a la vida”, “Una aventura más” y “Adios”, porque al promediar la serenata, se fugaron sin pagar la cuenta a los enfurecidos músicos.

“Soy la sombra de una pena
soy el eco de un dolor,
quiero olvidar!
¡Quiero encontrar perdón..!
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“EL PUEBLO QUE REGALO UN ARBOL DE CACAO EN ORO”







PUERTO TEJADA
“EL PUEBLO QUE REGALO UN ARBOL DE CACAO EN ORO”

EBRIOS DE LIBERTAD, CONSUMIDOS POR EL FUEGO DEL LIBERALISMO QUE SENTIAMOS CORRER POR LAS VENAS, CREIMOS QUE ERA LA MEJOR MANERA DE ABRIRNOS PASO HACIA EL FUTURO. NO COMPRENDIMOS EL PRECIO QUE PAGARIAMOS POR NUESTRA INGENUIDAD.

Felipe Zapata apenas andaba por sus veinte años y había aprovechado la llegada del candidato presidencial del Liberalismo, Eduardo Santos, a Puerto Tejada, no solo para dar rienda suelta al potro brioso que cabalgaba sangre arriba al paso de las mujeres más bellas del norte del Cauca de aquellos brillantes días, sino para moler la caña de sus primeras mieles en la política. Había madrugado desde Las Cosechas, vereda del Corregimiento de Padilla, en Corinto y en compañía de centenares de campesinos, negros Liberales como él, se les metió en el cuerpo el gusanillo de querer darle la mano a uno de los grandes de la República Liberal.

Puerto Tejada era entonces la “Capital cacaotera de Colombia” y quien visitaba al Cauca sobreviviente de las hecatombes civiles de finales del siglo XIX, se encontraba con sus calles polvorientas, rectas y alegremente arborizadas, apretujadas por las recuas de animales cargados con las cosechas de sus 10.000 hectáreas sembradas en cacao y centenares de balsas de guadua atracadas en el entrecruce de sus dos ríos a la espera de los compradores de cacao, café, plátano y oro. Las mujeres lucían atuendos multicolores y esterlinas de oro con una africanidad cercana. Los hombres de entonces se ataviaban con sombreros de fieltro, paño real inglés y zapatos tres coronas. Los negros ostentaban con orgullo su libertad y lucían sin falsas modestias su momento de prosperidad.

Una decena de jóvenes, ardidos por el fuego de las pasiones partidistas, hijos y nietos de esclavos y libertos que aún en esa época exhibían las cicatrices que desde los pasados años les estrujaba el alma, en sus buhardillas de estudiantes en la Capital habían atisbado incrédulos el ingreso de Olaya Herrera al Palacio de San Carlos, participado de la agitación revolucionaria que los cachacos le habían armado al gobierno de López Pumarejo, recitaban de memoria apartes de los encendidos discursos del “Negro” Gaitán, se sentían dueños del sueño que mecía los destinos de un Partido que había realizado la reforma constitucional del siglo, la reforma educativa, la política agraria, la ley 200, en fin, se sentían comprometidos con los caudillos de esa masa irredenta de colonos y campesinos que solo conocían de sudor, zancudos, fatigas y soledad sin nombre.

Los Peña, los Viáfara, los Viveros, los Mancilla, los Mina, Ararat, Lasso, Villegas, Casarán, Balanta, toda esa camada de negros en quienes la dignidad y el orgullo no desentonaban, solo entendían entonces que la hora para que el negro ocupara otro lugar en aquel concierto que vivía la Colombia recalcitrante nacida de la Revolución en Marcha, había llegado.

Aquella multitud vociferante, animada por la brisa fresca que llegaba del río Palo y por el aguardiente que corría a mares, se aprestaba a participar de un espectáculo insólito que debió causar un sentimiento de culpa en el propio candidato presidencial Eduardo Santos y su comitiva de auxiliares sofocados y displicentes, porque ese pueblo de miserables, ese pueblo de negros palenqueros y “huidos” de las haciendas de los Arboleda y los Mosquera, ese mismo hato de rebeldes que al ruido del cohete se alineaban en la plaza de los samanes igualmente gigantescos, con sus machetes listos para cualquier cosa, que no tenían agua potable en 1.938, ni la tendrían sesenta años después cuando su nieto estuviese haciendo el mismo recorrido para hacerse con la Presidencia antes de terminar el mismo siglo, que no tenían nada, ni luz eléctrica, ni colegios, ni grandes obras que mostrar….¡le entregaría ese medio día un árbol de cacao con treinta y tres mazorcas hecho en oro!

La joya que tenía unos diecisiete centímetros de altura, hojas que imitaban las de la planta y las mazorcas, todo hecho en oro de buen quilate, le fue entregada por las jóvenes más distinguidas de aquella sociedad de linajes arrancados a jirones de las guerras civiles. Santos respondió a los discursos citando los lugares comunes por donde todos transitamos en Colombia. Su discurso dejó la sombra de una pena…el eco de un dolor inexplicable.

Pero ni Eduardo Santos, ni los que le sucedieron a excepción de Carlos Lleras, entendieron el mensaje del árbol de cacao que envolvía los sueños de los negros! En sus ramas se resumía el respaldo unánime que brindaba un pueblo hambrientote Liberalismo que rechazaba erguido el llamado a la “desobediencia civil” que había hecho el “leopardo”Augusto Ramírez Moreno desde los micrófonos de la Voz de Colombia, como recuerda sesenta años después uno de los organizadores de aquel acto tan criticado desde entonces. Sus frutos simbolizaban lo que puede hacer la libertad en los hombres y cuanto puede alcanzarse cuando hay justicia!

Pero nada! Nada nos ha llegado! Solo la muerte donde pueda encontrarnos!

Para 1950 las tierras sembradas en cacao eran ya solo 6.000 hectáreas, en 1960 se contabilizaron 4.200 y la producción de cacao seco había disminuido de 6.000 a 888 toneladas. En 1970 las tierras sembradas en cacao eran inferiores a 1.000 hectáreas y hoy…”nos hacinamos 32 miembros sobrevivientes de la Federación de cacaoteros en 100 hectáreas” –confiesa con amargura Fabián López su vocero más obstinado-, para quien- “los últimos gobiernos “dizque liberales”, sobretodo el de Gaviria”, hicieron hasta lo imposible por acabar con el campesinado. Y casi lo consiguen”!!

Para los campesinos norte caucanos la historia del “árbol de cacao en oro que se le dió a Eduardo Santos”, está enmarcada en la interminable cadena de frustraciones que los ha llevado al escepticismo total de la clase política.

-“Gaviria llegó a la Presidencia sin la conciencia clara de lo que tenía que hacer. Los remordimientos que lo consumen son los que lo sacaron del país. Para nosotros…éste semillero de jornaleros que dejó enterrado en vida, lo tenemos por bien ido- agrega Fabián, sin importarle los logros y sabores de aquel mandatario.

Para Felipe Zapata, con las encallecidas manos que más parecen de tallador furtivo de máscaras ceremoniales, las desilusiones acumuladas en los años de abandono que a duras penas le permiten sobrevivir en su perdido rincón de Las Cosechas le han quitado el brillo de los ojos acostumbrados a la soledad de su platanera en las vegas del río Güengüé, pero una resaca de amargura hiela su sangre donde los buenos recuerdos empiezan a marchitarse.

- La plaga conocida como “escoba de bruja” acabó con nuestra solvencia y jamás respondieron a nuestras súplicas de ayuda, después los créditos infernales de la Caja agraria nos fueron quebrando. Y luego vino el desastre cuando nos metieron en el engaño de sembrar el cacao “ingerto” cuya producción no era comprada con el cuento de que parecía el cacao que se le robaban a los importadores del Ecuador. Y para terminar, cuando arrancamos el cacao nos metieron hasta por los ojos la bendita soya que nos trajeron los gringos del CIAT, que al poco tiempo no la compraban ni fiada…en fin! La mayoría se entregó. Embargados regalaron la tierra a los judíos para sembrar caña, porque no tenemos gobierno que nos respalde! Al paso que va el Liberalismo terminaremos respaldando un candidato conservador!!”-

Cuando venga Juan Manuel Santos a Puerto tejada – dice uno más proveniente de La Caponera- me gustaría que lo invitaran a la Casa campesina, para que vea en lo que quedó nuestra lucha: en mano de los Testigos de Jehová, cómo le parece carajo!!”

La clase política de Puerto Tejada perdió la dignidad, su orgullo y altivez de antaño. El pueblo sigue igualmente polvoriento y bullanguero aunque sin sus ceibas milenarias y cada vez más difícil de contemplar sin sentir una sensación de vacío, porque una raza que pierde la brújula de su identidad cultural pierde hasta las razones del corazón y después de eso solo Dios sabe lo que le queda por soportar a un pueblo!

(Publicado en “Occidente” 06.agosto de 1.995)

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“JAPIO: O LA GRANDEZA DEL VIEJO CAUCA”


“JAPIO: O LA GRANDEZA DEL VIEJO CAUCA”

Entre la nostálgica y señorial ciudad Confederada de Caloto y la reverberante Santander de Quilichao, serpentea hoy una magnífica carretera pavimentada bordeada por samanes jóvenes y alfombrados campos reverdecidos por la tecnología de la caña de azúcar; uno podría pensar en la quietud hirviente del medio día que el tiempo no transcurre bajo el exorcismo de las cigarras y que el Camino Real de entonces sobrevivió al polvo de los años con todo y su aura fresca de trapiches en molienda que hacen olvidar la abrasadora calígine. La selva ardiente y el tupido bosque tropical se convirtieron en pequeños guaduales que salpican como lunares en la piel del valle.

La gran casona de la hacienda de Japio se encuentra allí, como un barco encallado que logró sobrevivir a los embates de 400 años de exaltadas revoluciones, heridas de guerra y tizones de conquista. Su porte distinguido y único, recuerda las grandes mansiones de Luisiana y el halo misterioso que la rodea guarda la misma obstinación por permanecer impecable ante las ráfagas impenitentes de los tiempos modernos. Su presencia estoica al sur del valle del río Cauca, la fueron convirtiendo con el paso de los años en un insobornable testigo del encarnizado paso de los siglos XVIII y XIX en esta parte de la república.

Al caminar, por entre los arcos iluminados por una llama de magnificencia que parece brotar de su interior, las columnas de ladrillo y piedra traídas desde el río La Paila, en amable contraste se abren a unas gradas artísticas de ladrillos gigantescos por donde se asciende a un segundo piso soberbio desde donde se dominan todos los puntos cardinales: al sur, por sobre la estructura del antiguo acueducto elevado de la hacienda, las suaves colinas que guardan el camino a la capital del Cauca, la muy noble y leal ciudad de Popayán; al Oriente la erizada silueta de la cordillera central, cuna de mitos y cerco de indios, que oscila en recuadros azulados y verdes coronados al amanecer por el nevado del Huila y al norte y occidente, por entre las hendijas de los samanes, el valle abierto y feraz de los ríos Palo y Cauca en cuyas vegas organizaban sus palenques los negros “huidos” y cimarrones cuyos descendientes son los habitantes de Mingo, Caponera, Juan Ignacio, Güengüé, Puerto Tejada, Padilla y Guachené.

Japio fue y sigue siendo grandiosa. Tiene el perfume propio de un ser amable recién bañado y el agradable aroma de las hojas al madurarse. Al disfrutar de sus bondades se va impregnando en la piel su historia tormentosa y épica desde cuando se establecieron los primeros encomenderos de la corona española y los futuros hacendados de la región. Uno de ellos fue don Jacinto Arboleda, cuyos descendientes, Sergio y Julio Arboleda hicieron honor al rancio abolengo del cual provenían, explotando minas de oro en varios sectores de la gigantesca provincia y descuajando selvas sin importarles en absoluto el sudor de amargura de los indios y la piel calcinada de los esclavos que mantenían sujetos a su mando. Era el sino trágico que sucedía a la conquista de éstas tierras.

Las montañas de la parte alta de Caloto eran fuente de las ricas minas de oro de “Santa María”, así como las escarpadas rocas de Almaguer lo eran además de esmeraldas cuyas perdidas vetas han comenzado a reaparecer. Ante la necesidad de una mano de obra resistente, los españoles recurrieron a la importación masiva de esclavos de África Occidental. Quince millones de negros fueron traídos entre 1550 y 1887, cuando arribó el último de aquellos barcos a Santo Domingo, a pesar de que para entonces a lo largo y ancho de América soplaban vientos de libertad, con la fuerza incontenible de un huracán.

Entre los negros de las haciendas de Quintero y Japio, sus minas de Caloto, Timbiquí y el Chocó, los Arboleda sumaban cerca de 5000 esclavos, la mayoría de los cuales se terciarían el machete de las rocerías en bandolera de revolución y marcharían al lado de Bolívar, del español Tacón, de Obando, de López, o de quien quiera hablase el lenguaje abolicionista de la libertad. Japio sobrevivió a todos los embates de la revolución y las guerras de la independencia. A lo largo de aquellas tres décadas terribles de 1840 a 1870 permaneció ocupada, embargada, poseída tras fieras luchas o abandonada al final de los enfrentamientos, saqueada y vilipendiada por los caudillos de turno que tomaban como botín sus espaciosos salones, su acueducto centenario, la miel de los trapiches o el aguardiente de la destilería.

Hoy, toda la romántica y cruel historia de las haciendas del viejo Cauca Grande permanece celosamente protegida y en proceso de microfilmación en el Archivo Central del Cauca. Allí permanecen sus minucias diarias y sobresaltos permanentes: “-la ración que se entregará a cada esclavo adulto al terminar los oficios religiosos del domingo será de 24 plátanos, media arroba de carne, y un almud de maíz. Los niños y los que no trabajen recibirán la mitad de la ración”-.

Japio es el mudo testigo de cómo: -“Los patronos y mayordomos encerraban todas las noches a los esclavos en sus cabañas, las cuales estaban amontonadas en un campamento cerca de la gran casona. Las patrullas y el toque de queda eran permanentes. Ningún esclavo podía salir del área de confinamiento sin un permiso especial, ni siquiera los días de fiesta y eran castigados si tomaban trago”. El temido cepo, lugar donde se cobraban los latigazos a los rebeldes, “huidos”, ladrones y fornicadores, sobreviven como una tumba donde la sangre escribió la huella de ignominia de una época dolorosa. Por ello cuando al amanecer los ancianos negros del Crucero de Gualí o La Dominga o El Guásimo escuchan el mugir de las vacadas y los gritos de los vaqueros, sienten que un sopor de agonía les devora el alma llena de contradicciones porque en ese entonces solamente la Divinidad podía aliviar sus males, pero hasta Dios guardó silencio y ese silencio de Dios era la más terrible de todas las condenas.

(Publicado en “OCCIDENTE” el 22.05.1994)
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HASTA QUE VUELVA UN VALLUNO A LA PRESIDENCIA





Pese a que el viejo Cauca Grande en política quedó convertido en un desierto de cenizas petrificadas donde no hay espacio para las conquistas del espíritu sino para las ligaduras de la devoción mecánica, pese a que tan solo quedan tizones de derrotas y humareda de orgullos, pese al tufo melancólico de los recuerdos y la taciturna embriaguez de los pequeños logros de ahora, el pasado siglo le perteneció al Cauca.

Todavía me parece escuchar el chasquido de placer con el cual los Payaneses celebran haber llevado al solio de Bolívar catorce presidentes en toda la historia de la república: nueve titulares y cinco encargados. Y nadie se sonroja porque en la lista aparezcan tres nacidos en Cali y Buga, porque desde entonces y sin remordimientos “el Valle era parte de la Provincia del Cauca, como lo fue después del Estado Soberano del Cauca y de nuestro departamento hasta 1.910”. Y es cierto. Los Caucanos no se equivocan. Fueron presidentes titulares en su orden: Joaquín Mariano Mosquera en 1.830; Tomás Cipriano de Mosquera 1845 a 1849, 1861 a 1864, 1866. José Hilario López 1849 a 1853; José María Obando 1853-1854; Manuel María Mallarino 1855-1857; Julián Trujillo 1878-1880; Carlos Holguín Mallarino 1888-1892; Manuel Sanclemente 1898-1900 y Guillermo León Valencia 1962-1966. Además ejercieron la Presidencia de la República en calidad de encargados Froilán Largacha (4 meses en 1863), Ezequiel Hurtado (4 meses en 1884), Eliseo Payan (5 y ½ meses entre 1887 y 1888, Euclides Angulo (1 mes en 1908) y Víctor Mosquera Chaux (8 días en 1981).

Sin embargo, el Valle generó de su tierra cuatro presidentes indiscutibles.

MANUEL MARIA MALLARINO, gallardo y prestigioso abogado cuyo talento y patriótico desempeño ha sido reconocido por todos los historiadores, gobernó entre 1855 y 1857 un barco que había soportado la tormenta de anarquía que se tomó el país ante la mediocre y paupérrima gestión de Obando. Precursor de una desusada decencia y una desconocida búsqueda del entendimiento Nacional, desarmó el espíritu filibustero que recorría el país sometido a los hervores de la inmadurez política y el olor a pólvora que envenenaba la sangre de nuestros caudillos.

MANUEL ANTONIO SANCLEMENTE nacido en Buga en 1814 y muerto en Villeta en 1902. Al igual que su antecesor abogado de la Universidad del Cauca fue electo Presidente cuando solo se debe ser abuelo, para el sexenio 1898-1904. Padeció como nadie los sinsabores del poder: la guerra de los mil días iniciada por el Liberalismo en octubre de 1899 y cuyo trágico final acompañado del desgarro de Panamá no alcanzó a vislumbrar.. La hiel del desengaño tocó a la puerta de su residencia de convaleciente en Villeta, de la mano del cobarde traidor elegido como vicepresidente, José Manuel Marroquín quien le dio golpe de Estado. Sanclemente, agonizó en silencio, cavilando, con sus ojos almendrados y opacos mirando el más allá, en la convicción de que algunos hombres tienen misiones y oficios más elevados que quitar la vida a sus semejantes y así mejor la muerte en olor de dignidad, tal vez con el pudor de los años, aunque lejos de los bosques y guaduales por donde se perdía el humo de los trapiches del Valle.

ELISEO PAYAN nacido en Cali en agosto de 1825 murió en la hacienda de la familia en las afueras de Buga en junio de 1895. Después de combatir en las guerras civiles de entonces por cerca de 45 años al lado de los Liberales y de haber ejercido la Presidencia del Estado Soberano del Cauca que era como el 30% de la Colombia actual, defendió con denuedo el gobierno Regenerador de Núñez, Conservador entonces, en 1895. Esto le permitió ser elegido Designado y encargarse de la Presidencia en dos oportunidades en 1887 y 1888. Pero su espíritu libertario lo perdió frente al criterio cerrado y la estirpe Calvinista que destilaba la reciente Constitución de Núñez, quien propició la ley que revocaba su investidura.

Por todo lo anterior, quien llena las mejores páginas de los Presidentes del Valle del Cauca es indudablemente JORGE HOLGUIN MALLARINO. Linajudo, aristócrata, pero con un carisma que difícilmente han heredado a migajas sus descendientes. Nació en Cali en 1848 y murió en la agitada neblina de la polémica Bogotá en marzo de 1928, aquel inolvidable año de los debates por la “masacre de la Bananeras”, cuando la ciudad tenía tranvía. Fue el primero y el último Presidente del siglo XX nacido en el Valle del Cauca. Hombre de excepcionales condiciones de quien se escribió: “no tuvo la ilustración de su hermano (Carlos Holguín, nacido en Nóvita Chocó quien gobernó entre 1888 y 1892) ni su elocuencia parlamentaria, ni fue tampoco un escritor tildado y elegante, ni un polemista de primera talla, pero aventajó a aquel en el conocimiento de los hombres y en lo que fuera su cualidad predominante: el buen humor..”

Con raras excepciones los Presidentes de Colombia posan de una solemnidad que carcome el más elemental sentido de espontaneidad y naturalidad. Viven sometidos a un idolátrico complejo megalomaníaco que los hace torpes, inauténticos, atorrantes y posesos de divinidad.

De Holguín en cambio, se cuentan anécdotas que han sobrevivido al tiempo, como aquella de sus años de Ministro, cuando le gritaban desde las barras del Congreso que explicara el origen de sus riquezas, lo retratan felizmente:

- “…Que cómo hice los pesos que poseo? Van a saberlo: yo tuve poco Colegio. Eso de los latines, de los artículos en los periódicos y de los discursos, es de mi hermano Carlos. Yo, ni sé latín, ni sé escribir en los periódicos, ni sé hacer discursos. Todo el talento se lo llevó mi hermano! Pero una cosa sí tengo. ¡Soy vivito para los negocios! Alguna cosa habría de tener..”

Y así, con ese desparpajo típicamente nuestro se encargó de la Presidencia de la Republica tres veces. Quizá porque en él las heridas de las campañas y la amargura de las guerras no dejaba cicatrices de rencor o porque comprendió que el ejercicio del poder no es una meta sino un aparejo de viaje en el camino de la vida de un hombre público.

(Publicado en OCCIDENTE abril de 1994)
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GARCIA ABAJO: LA HACIENDA DE UN FANTASMA LEGENDARIO

En abril, la callada muchedumbre de negros de la vereda El Barranco en el municipio de Corinto, abandona sus casas a las orillas del río Güengüé desde el amanecer. Una llovizna gris les provoca un atrancón de nostalgia, y un amago de tristeza inexplicable le estruja el alma. Es un mes que resuma un atafago de éxtasis y agonía para quienes tienen el privilegio de visitar la hacienda de García Abajo, en el norte del Cauca, sitio de incalculable valor histórico, conservado fortunosamente con un esmero intachable y un rigor de sacrificio que no tienen precio.

La grandiosa construcción, plena de valiosos secretos y rodeada de un halo de misterio, es la más artística demostración del siglo XVIII en nuestras tierras. Las “haciendas” como tales, nacieron en tiempos de la Colonia Española Para suplir el abastecimiento agrícola indígena ante el crecimiento de la población y las exigencias de Encomenderos y Mineros. Así fue como a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII las primeras haciendas de valle del río Cauca surtían de carne a las regiones mineras del Viejo Antioquia y el Cauca Grande. Los hacendados vivían en Caloto, Santiago de Cali, Guadalajara de Buga y Popayán desde donde coordinaban el trabajo de sus peonadas y cuadrillas de esclavos. Una extensa bibliografía descubre como en 1688 los Arboleda compraron en 60.660 pesos de la época la Hacienda de La Bolsa. En 1777 don Francisco Arboleda adquiría la hacienda de Japio en 70.000 pesos a los Jesuitas, quienes no solo criaban ganado allí sino en Llano grande donde tan bien mantenían centenares de esclavos.

En el norte del Cauca sobreviven hermosas haciendas: Japio, Quintero, La Bolsa, Pílamo y Garcíabajo. Si bien un alto porcentaje de las tierras están dedicadas al cultivo intensivo de la caña de azúcar, en la mayoría subsisten pequeños potreros circundantes a las grandes mansiones donde pastan a placer algunas vacadas. Pero García Abajo tiene el privilegio de ser la memoria viva de una etapa grandiosa y trágica de nuestra historia, a la que debemos volver sin sobresaltos para entender mejor las intensas contrariedades que nos afligen.

La hacienda está ubicada a unos cinco kilómetros del municipio de Padilla a mitad de camino de agradable carretera pavimentada que une a Miranda con Corinto. Medio kilómetro adelante del “ puente de los esclavos” que se levanta sobre el río Güengüé bajo cuyos arcos descienden tormentosas y acorazadas en un lecho de piedras brillantes sus aguas cristalinas, se encuentra el camino de ingreso; la carretera bordeada de samanes centenarios que forman un arco de sombras bienhechoras invita a caminar e imaginar, cómo hace doscientos años el cabriolé o landó de la familia Mosquera, traslado a por el mismo camino a Ana Maria Crespo, hija natural del aristocrático tronco que daría tanto prestigio y tantos dolores de cabeza a la naciente república en el pasado siglo.

El camino hace una curva al final y de pronto bajo un concierto de gorriones y azulejos aventureros, el vuelo plácido de una garza extraviada y grupos dispersos de aves que viven a plenitud en el inmenso samán central, aparece la magnificencia del pasado en los múltiples arcos victoriosos de la gran casona y sus regias construcciones circundantes: los cimientos visibles de piedras pulidas, las columnas histriónicas delineadas con columnas antropomorfas e inscripciones egregias, amplios corredores cercados de chambranas talladas en madera, estratégicas ventanas entreabiertas, fuentes de helechos arqueados, y hojas rotas gigantescas que rivalizan con soberbios tinajones exhalando una frescura de encanto donde sobreviven sombreros de esparto dejados al azar sobre baúles sin tiempo y los altos asientos en cuero repujado. Aquí y allá grandes bateas de cobre reposan después de haber cumplido su cita con el pasado y a un costado emergen las huellas de los caneyes donde departían los esclavos y donde seguramente, anduvo cabriolando con los hijos de los trabajadores negros el niño rubio que estaba predestinado a representar mejor que nadie una alianza implícita y una empatía natural con los negros del Patía y del Norte del Cauca a lo largo de sus interminables guerras civiles.

Al anochecer una brisa fresca y voluptuosa que juguetea alrededor de la casa con las columnillas de humo azul que serpentean entre la llovizna, permite volver a escuchar el resoplido de los caballos y el cocear de las mulas en la cuadra, como cuando llegaba de paso, cubierta la capa impermeable por el barro del camino, el fantasma de esa mansión solariega, el pelo revuelto por la peso de la amargura, la casaca abierta, los bigotes ensortijados por el sudor y el polvo del exilio en los ojos encandilados por la resolana del trópico descubren de nuevo la varonil figura del general Obando.

Los contornos de García Abajo no son menos dignos de la tradición histórica que envuelve la región. Cerca de allí, de este y del otro lado del río, las “mamalúas” Yorubas continúan pitonizando los sueños de sus hijos y dándole a cada circunstancia de la vida el rigor fantástico que les viene de su cultura Africana. Desde entonces han transcurrido dos siglos, pero en los ojos de los negros aún yace la misma llama nostálgica que los mantiene atados al pasado impidiéndoles romper el cascarón de su soledad.

La historia ha comprobado el insólito fervor popular que acompañó a Obando en su vida pública. El haber nacido hijo natural de Ana María Crespo y el Cirujano español José Iragorri, combatir decididamente por España al comienzo de la guerra y mantener la dignidad como soldado de la revolución al lado del coro de aduladores que asfixiaba al Libertador, su enfrentamiento con el atildado abolengo que lo había desconocido y negado, no le impidieron llegar a la Presidencia de la Republica en hombros del populacho de la Sociedades Democráticas, los artesanos y las negrerías que engrosaban sus batallones. En 1832 como Vicepresidente elegido, se encargó de la alta dignidad por ausencia del titular, exilado entonces, general Santander. Y en 1853, contra todos los pronósticos que acompañan el vivac de un perseguido político, vuelve a ser electo. Haberlo conseguido le generó dolorosos enfrentamientos y odios viscerales que llevaron a sus enemigos a utilizar toda la gama de la falacia política hasta verlo derrotado, al punto que biógrafos respetables han encontrado en su existencia el “sino trágico de abril” : “en abril había tomado posesión del mando, en abril lo derrocaba Melo, en abril lo sentenciaba el Congreso a la pérdida de la investidura y moriría el 29 de abril de 1861, cuando paradójicamente por primera y por vez última peleaba una nueva guerra junto a su archienemigo primo hermano Tomás Cipriano de Mosquera”. En abril siempre llovizna en El Barranco. Es una época extraña, tal vez un poco triste.
(OCCIDENTE abril 22 de 1.994)
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LOS CARLOS LLERAS QUE YO CONOCI


Recuerdo que esa tarde gris de finales de enero de 1978 en el Líbano Tolima, los campesinos paisas provenientes de aquellas montañas rebeldes colonizadas bajo el humo de los últimos tizones de las guerras de mediados del pasado siglo, parecían silenciosos testigos de un hecho histórico y no los fervientes partidarios de un caudillo que había guiado con el fuego de su luz el sendero de la república liberal.

Carlos Lleras Restrepo lucía una guayabera blanca que le dejaba en plena libertad los brazos desnudos para asaetear el carcomido tronco del partido, destruido y maloliente como una cloaca por el clientelismo sibarita a que lo habían sometido sus dirigentes. Cada frase de su discurso tenía un desusado matiz de irreverencia, una lacerante connotación de latigazo, hiriente, corrosiva, dejando el efecto de una chispa sobre materias inflamables. El cuarto de plaza de quienes le escuchábamos habíamos tenido que soportar los gritos destemplados del Senador Alfonso Jaramillo Salazar y su combativa cónyuge, quienes sentían como propias las heridas sobre las cuales introducía su dedo acusador el candidato a la reelección presidencial… Eran las cinco y treinta de la tarde… y ni siquiera aquella luz abstracta, opaca, descolorida y sin aliento ni aquel posterior crepúsculo inmóvil, inmutable y sin contenido aparente nos hizo caer en cuenta que asistíamos a los funerales electorales de uno de los más grandes líderes del siglo en Colombia.

Aquella campaña terrible había despertado al Liberalismo como las corrientes de un electrochoque agitan las extremidades inertes de un moribundo. Ningún mensaje de reconciliación, ni un solo planteamiento ideológico a lo largo de catorce dolorosos meses de reyerta. A duras penas, anécdotas insanas que el tiempo cobraría como cuando en las paredes del Tolima los unos escribían “Turbay 78 – Santofimio 82” y los otros agregaban : “años de cárcel”.

Sin embargo y pese a ese mal disimulado pesimismo que nadie supo entonces descifrar si acababa de comenzar o venía desde los erráticos días del LleroLopizmo entre los agitados días de octubre de 1971 y abril de 1974, ya que Carlos Lleras no definió con certeza sus verdaderos propósitos sino cuando Alfonso López Michelsen era incontenible, aquella noche lo vi reír divertido, cuando alguien leyó en voz alta el boceto de epitafio futuro que le había dedicado Ciro Mendía en su libro “Caballito de siete colores”:

Don Carlos Lleras y Restrepo, era
Un horno de energías superado,
El magnate de ideas al contado,
El feliz combatiente de bandera.

Un treinta y ocho corto era por fuera
Y por dentro fue un mástil historiado,
Con su llave maestra abrió confiado,
La puerta de la patria…Toda entera
La casa adecentó, le cambió el techo,
La dejó como nueva, ante el despecho
De la fallida, de la inepta tropa.

Falleció de un resfrío, porque inquieto
Con su pistola de agua un guapo nieto,
Le perforó la calva a quemarropa.

Por allá en los tiempos de la adolescencia cuando observábamos absortos las explosiones de júbilo conque la generación anterior celebraba “los últimos estertores de la violencia”, recuerdo la tarde memorable en que Carlos Lleras Restrepo fue presentado ante una marea humana como jamás volvería a ver, formada por negros de todos los confines del norte del Cauca. Tronó la voz ardida de sentimientos recónditos de Diego Luis Córdoba, el vigor inusitado de Migdonia Barón, irisó la brisa de la tarde la elocuencia incontenible de Carlos Colmes Trujillo y aún se alcanzó a sentir la quietud expectante de julio Cesar Turbay Ayala. El candidato de la provincia norte caucana era el médico del pueblo, el hombre de los “impromptus”, de la deliciosa camaradería exenta de subterfugios y dobleces, Rubén Ramírez Vivas, quien sin encontrar un epíteto diferente y un adjetivo nuevo a los elogios que se le habían hecho al candidato, solo atinó a decir…:”Después de escuchar las mentes más brillantes y los mejores oradores de Colombia, solo me resta por decir, que verdá pa Dios que me gusta Lleras!!”. A renglón seguido, habló el candidato presidencial en aquel bullicioso diciembre de 1965:

“Copartidarios: después de escuchar el más corto y vibrante discurso de mi vida, en la persona del Dr. Ramírez Vivas y de aceptar complacido el insobornable testigo que él ha invocado esta tarde, no me queda la menor duda de que llegaremos al palacio de San Carlos el próximo siete de agosto!”

La vieja tierra de Padilla reblandecida por una lluvia diáfana, se guardó una imagen sublime de aquella noche de ensueño. El polvo y el lodo de las calles no impidieron que el mensaje de persuasión que entregaron aquel puñado de soñadores delirantes sobreviviera al paso de los años, intacto, pese a los desengaños, al dolor de las frustraciones vivientes, los anhelos de cambio incumplidos, los sueños de redención inalterados y multiplicados por los bramidos y rugidos de las hormigas humanas. En Padilla Cauca, todavía se recuerda las anécdotas de la visita de Carlos Lleras Restrepo.

Quizá, movido por el sentimiento cautivo de los primeros sueños de la vida, por una convicción más profunda que un impulso, al comenzar la década de los setenta algunos jóvenes fuimos seducidos por la imagen de firmeza incorruptible y la transparencia insobornable que parecía emanar del pensamiento de Carlos Lleras y entramos de lleno a organizar los cuadros del Movimiento de Izquierda Liberal o LleroLopizta del Cauca. Movilizamos una formidable maquinaria de entusiasmo e ingenuidad que no obstante la pudibundez e inexperiencia de que hacíamos gala, logró entrabar el aceitado engranaje que como herencia de familia utilizaba con eficaz precisión Víctor Mosquera Chaux. Después de las elecciones de abril de 1972 visitamos la residencia del expresidente en la capital, para darle el “parte de victoria”, y Oh sorpresa! Después de brindarnos un tinto en la imponente biblioteca de la casa, de escuchar con el ceño fruncido por una impaciencia que parecía venirle desde los recovecos más profundos del hígado, nos metió entre los incisos de sus odios aparentes y sus cariños reales demandando respeto y trato muy decente para con el Jefe liberal del Cauca.

Salimos confundidos, regañados, posesos de una resaca de inconformidad que a duras penas logramos disipar en una bacanal de miedo que siguió de largo al amanecer y aún percibo el aliento de hastío de alguno de mis compañeros de aventura en el vuelo de regreso cuando manifestó con amargura:

“¿Qué chiquito tan berraco, no carajo?”…

Y sin embargo anda con el corazón compungido desde cuando le dijeron que el “viejo” se está muriendo…

(Publicado en “OCCIDENTE” domingo 4 de septiembre de 1994)


 
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