jueves, 2 de octubre de 2008 0 comentarios

EL RETORNO DE TIROFIJO



EL RETORNO DE “TIRO FIJO”

SI CUAJA LA POLITICA DE PAZ DEL ACTUAL GOBIERNO EL COMANDANTE GUERRILLERO MANUEL MARULANDA VELEZ, PEDRO ANTONIO MARIN O “TIRO FIJO”, VENDRIA A CONOCER LOS MEDIOS DE PRODUCCION SOBRE LOS CUALES LE TEORIZARON DURANTE CUARENTA Y CINCO AÑOS DE PEREGRINAR POR LAS SELVAS DE COLOMBIA.


-“Entre ustedes los de la ciudad y nosotros los del campo existe una montaña que nos impide vernos y hablarnos”- insistirá en decir, con el mismo gesto inexpresivo que guardan sus facciones inacabadas de moldear, pese al trabajo inexorable del tiempo.

Introvertido, duro, calculador, malicioso, precavido y sencillo como aún lo siguen siendo los campesinos del Viejo Caldas y Norte del Valle, de Génova y Ceilán donde nació y se crió, Pedro Antonio Marín, el Comandante Manuel, Jefe de Jefes de Estado Mayor de las FARC, regresará a la civilización tras su largo periplo de casi medio siglo de guerrear contra el Estado Colombiano.

-“La guerra es otra forma de hacer política”- confesó con serena convicción a Arturo Alape, quien aprovechó los escasos respiros de la última tregua para continuar su intermitente reportaje de dos décadas condensado en sendos libros de obligada relectura por éstas épocas.

-“Quiero ver cómo es eso de los medios de producción”- agregó, hablando sin odio, sin más retaliación que la amargura que rezuma el sobrevivir a una lucha tenaz, solitaria y alucinante que ya casi cumple cincuenta años. Lo dijo el mismo hombre que ha movido a centenares para destruirlos, en una hoguera que se extendió a lo largo y ancho de un país que asistió atónito a esa descomunal confrontación entre el rencor y el olvido.

Para cuando la paz se aclimate, cuando el proceso cobre su propio impulso vital, el Alto Comisionado para la Paz, antes que mencionar justicia, reparación y verdad, dará sus pasos con la lúcida visión conque escribió Dante:

-“Debemos evitar disgustos a Dios y también a los enemigos de Dios”-

Seremos los testigos excepcionales de un hecho histórico que volverá añicos la vieja tabla de valores con que se manejó la guerra civil no declarada que padece Colombia desde los albores del siglo XX; un jefe guerrillero que se envejeció soñando con un mundo diferente de éste mundo, que figurará en la hoja sepia del libro de records de la intolerancia humana, como el más veterano y también como el último en enterarse que luchaba en un país diferente del forjado por él en los rescoldos de sus sueños.

Mientras recorran los altos hornos de las siderúrgicas, la línea sin fin de grandes textileras, la industria manufacturera, cervecera, metalmecánica, farmacéutica, petroquímica, en fin, cuando sus ojos brillantes aún pese al halo senil que ha empezado a cercarlos descubran la dinámica con que se mueve Colombia hoy, la poderosa combustión ideológica que mueve la juventud universitaria, la pujanza y coraje con que la mujer ha asumido su papel en las relaciones de productividad y compruebe las dimensiones que ha adquirido su autonomía espiritual, el Comandante Marulanda se dará cuenta que nada de esto se parece a las quebradas tumultuosas del cañón del río Duda, la húmeda sofocante atracción de las selvas del Guayabero o la taciturna soledad imantada de presagios del Páramo de Sumapaz.

La contaminación del medio ambiente en zonas como Yumbo o Bosa, se le antojará más asfixiante que la neblina del Páramo de Las Hermosas o el de Santo domingo, o de las madrugadas en el Orteguaza. El arrume de toneladas de cemento le recordará cuanto tardó en aceptar que ese mineral era una peligrosa arma estratégica que ayudaría a escalar la guerra a niveles inimaginados, convirtiéndola en una despiadada lucha de carteles. Eso mismo le había permitido comprobar que la moral de los Gringos era tan laxa que para ellos el narcotráfico era tan solo el mejor pretexto para mantener su bota asentada en la conducción de la misma guerra. Eso mismo le había limado los iniciales prejuicios con que miraba el ingreso de la Guerrilla en el negocio de las drogas. Se sentía emparejado en ese juego de doble moral.. Sin embargo, nada le impedirá concluir con su habitual suspicacia:

-“Ahora tenemos que bregar es por llevar la gente otra vez pal monte Yo conozco mucha montaña buena pa la agricultura, porque con tanto trabajador ocupado aquí, quién se va a encargar de producir la comida?”-

Sorprendido en descampado por una persecución inmisericorde de fotógrafos, camarógrafos, periodistas de todos los medios del mundo entero, deslumbrado por los fogonazos de los luminotécnicos será ametrallado sin piedad por las preguntas de los reporteros, él, con quien era casi imposible hablar. Y ni siquiera la claque de asesores que le proporcione el Partido lo podrá absolver de las dificultades para sobrevivir a las emboscadas de los curiosos, ni a los cercos tendidos por las viudas inconsolables que anegarán la tierra pidiendo justicia. Tropas de asalto de los reinsertados le entregarán sus memoriales de ayer, hoy y siempre. Miles de hombres y mujeres le preguntarán por sus hijos que murieron en las emboscadas que se hicieron en su nombre, y así, entre las cenizas del tiempo se reencontrará con el fantasma de un pasado perdido entre los recovecos del desamor.

¿Cuántos exministros de Defensa saldrán a su reencuentro? Con cuántos reconstruirá el hilo roto de una amistad que jamás existió pese a la mutua admiración que mantuvieron y que el magma de la guerra convirtió en un odio sin límite?

-“Leí sus libros!”- comentará a los herederos de los generales Matallana, Landazabal y Carreño.

-“Fue la mejor forma que encontré pa poder sobrevivir en esa pelea que teníamos casada”-

-“De los libros que se han escrito sobre mi vida –confesará en privado a sus allegados- hay uno que me tiene preocupado. Lo leí en los originales que escribió un estudiante de la Universidad del Cauca. Creo que se titula “HUBO UNA VEZ UN COMANDANTE EN TRES ESQUINAS” y se refiere a lo que me sucedería a partir del momento en que saliera de la selva pa firmar la paz. Es un libro jodido.”-

Y al final del bullicio, por entre las hendijas de la soledad, cuando deje de ser noticia, hablará sin sonrojos de sus obsesiones por el miedo de las derrotas y de los fracasos, de sus dudas permanentes, de la incertidumbre que lo agobia siempre, de las angustias incontables y meses interminables de desesperación, haciendo cuentas de los muertos con que tiene que cargar desde hace medio siglo.

Será entonces cuando reafirme sin sonrojos que lo devuelvan a sus selvas:

-“Lo mío es el monte. Allá vuelvo pa ahora sí morirme un día de estos…aunque sea de muerte natural!”-

(Censurado por “OCCIDENTE” de Cali en nov. 17 de 1994)
miércoles, 1 de octubre de 2008 0 comentarios

Hubo una vez un comandante en "Tres esquinas" (Fragmento)

Y fue por aquellos días sórdidos, interminables, durante uno de los intentos por borrarlo de la contienda cuando el ejército bombardeó una serie de campamentos levantados a lo largo de la cadena montañosa en la vertiente oriental de la cordillera que enlazaba con las selvas profundas del Guaviare. Era uno más de los sempiternos ataques a los cuales era sometido por la fuerza aérea en cumplimiento del decálogo de represalias que ordenaban las multinacionales del petróleo, a las cuales de cuando en vez irritados milicianos de la guerrilla volaban tramos de los oleoductos por los cuales se desangraba incontenible la riqueza de las selvas orientales. En medio de la natural confusión que desató la intensidad y precisión con que eran bombardeados, una providencial tempestad cerró la visibilidad para los atacantes haciéndoles imposible terminar su trabajo. Solo entonces pudieron ser atendidos los heridos y sepultados quienes no alcanzaron a protegerse en los refugios antiaéreos. Para Villa era el indicio presentido, y ciertamente advertido de que en cuestión de horas estarían cercándolo tropas de asalto para terminar el trabajo que había iniciado la aviación. Así lo comunicó a algunos visitantes que pernoctaban en el campamento mientras discutían propuestas de paz a nombre de organizaciones nacionales e internacionales, antes de despedirlos e iniciar el traslado hacia otros refugios más seguros.

Aquel incidente, sin embargo, estuvo rodeado de una dramática e inusual circunstancia, ya que el hijo de una guerrillera recibió múltiples heridas y quemaduras en el cuerpo. El brazo izquierdo estaba fracturado en varias partes y en la espalda, las quemaduras le habían arrancado jirones de la piel salpicados de tierra y cenizas. Sebastián, sin ocultar la ira que apenas lograba disimular la frustración se acercó dispuesto a ayudar, mientras las voluntarias y el médico del campamento lo atendían. Al ingresar al improvisado cobertizo que hacía las veces de dispensario, transfigurado por una lividez indescifrable, con un estoicismo nacido desde las entrañas de la tierra que conmovió a todos, el niño le extendió la mano derecha, mirándolo como a un padre. El comandante sonrió para darle ánimo y con una sonrisa que le nacía muy dentro dobló el cuerpo para darle un beso en la frente antes de despedirse, pero el niño levantó su brazo derecho acariciándole la cara, en un acto ingenuo e inexplicable, que causó en Sebastián una oleada de ternura inefable y conmovedora.

La mirada diáfana y penetrante como el agua, hizo estragos en él, limpiándolo por dentro, colmándolo de un silencio incomparable que le llenaba el alma de un aire que desconocía por completo. Tomó la mano del niño para dejarla sobre su cuerpo ensangrentado y sucio, pero él se aferraba con la fuerza y ansiedad de un náufrago, acongojado, aturdido por la incertidumbre y por unos segundos sintió que un prodigio obraba en su interior. El, quien no creía posible que subsistiera fuego sobre su piel porque el amor se le había muerto, que no solo vivía blindándose contra las debilidades del espíritu sino que además le imponía a sus hombres una coraza de escepticismo frente a esos sentimientos famélicos, sintió como el amor que alguna vez perdurara en su corazón a medio tiempo, recobraba la esencia de la verdad en su ser. Una hora después, los anillos de seguridad alertaban sobre el desplazamiento de tropas que ascendían en su búsqueda y comprendió que no podría retrasar más el abandono del campamento. Pero algo más profundo que aún no lograba descifrar se había quebrado en él.

Ese doloroso cuadro lo perseguiría insomne, imperturbable como una sombra, implacable como una condena. Era como el heraldo del juicio que se cernía sobre una conciencia que permaneció escondida. Y era un mensajero que lo obligaba a abrir la puerta de su propio juicio donde tantos seres, cuya vida había segado, reclamaban por su derecho a vivir.

Al iniciar la marcha, un nuevo ser lo poseía. Los fantasmas de los muertos lo acompañaban en silencio, todos, sombríos e irredentos, como una creciente sombra errante y meditabunda, los que acababa de enterrar y los centenares que habían caído bajo el fuego de su metralla y de sus bombas. Los recuerdos se amontonaban en una imperturbable manifestación de dolor ininterrumpido, que solo menguaba cuando volvía la sensación de dulzura y bondad que le había provocado la mano del niño en su rostro. Más que una fuga, era un regreso. Era un insólito reencuentro con el hombre que había sido algún día en el pasado, con aquel niño triste que se paraba frente a la ventana de su casa en las montañas de Génova para ver llover, mientras soñaba con el día en que tuviera motivos para sonreír y jugar como los demás. Era volver a aquellos tiempos en que lo había tenido todo y la misma infernal violencia se lo había arrebatado. Era por toda aquella resaca que rezumaba su alma que sentía esa necesidad de olvido y por la que en las madrugadas, al ordenar la toma de un pueblo, sentía una escabrosa sensación de orgiástico alivio cuando destruía un cuartel de policía o acababa aniquilando hasta el último rescoldo de resistencia de quienes nunca conocerían el desierto que anidaba en su corazón.

Había olvidado cuántas veces había dicho que Dios no existía porque jamás lo sentía latir en su corazón. Y lo anecdótico lo convirtió en un dogma personal que trataba de inculcar en sus hombres como un credo que los blindara contra las veleidades religiosas de la infancia. Aunque sus propias irreverencias y contradicciones afloraban cuando condescendía en que lo detestable de las religiones eran las profundas injusticias que anidaban en el seno de las iglesias:

- “Uno de los primeros revolucionarios fue Jesucristo, quien tuvo la osadía de desconocer todos los mandatos de los sanedrines y conciliábulos de los judíos. Habló un lenguaje igualitario y social muy distinto al que hablan los pastores de la Iglesia, quienes no solo inventaron un concepto esotérico de Dios, sino que terminaron convirtiéndolo en soporte de reyes corrompidos, dictadores despiadados y sirviendo de sostén a las más repugnantes injusticias en veinte siglos. No puedo aceptar que exista un Dios al servicio de los ricos, únicamente. ¿Cómo podría creer en él? Dios no existe. Es un invento. Y además nunca he sentido que viva en mi corazón!”.

Sin embargo una música extraña comenzó a conducirlo, como el paso de una comparsa fascinante que halaba de él sin preguntar siquiera donde iba a llevarlo. Era un estado febril inusitado, una sosegada confusión de sentimientos insólitos, desconocidos, perturbadores, que asilaban en su mente como una constante e incontenible profanación de los dictados con que había vivido. Trataba de aferrarse a los postulados y a la fuerza dialéctica que diariamente compartía con los ideólogos de su entorno, pero simultáneamente una desconcertante confusión lo invadía, apabullándolo, desmadejándolo, haciéndolo presa de un inexplicable y doloroso complejo de culpa que jamás había aflorado en casi cuarenta años de luchas.

El recuerdo del niño acariciándole el rostro reaparecía como una visión seráfica, reviviendo todos sus viejos resquemores y prejuicios frente a las actitudes blandengues que resquebrajaban la dureza del mando, pero esos instantes desaparecían dando paso a las imágenes carbonizadas de las iglesias destruidas, el olor penetrante de los mutilados en combate, las humilladas súplicas de los ajusticiados por sus propias órdenes y el silencio impuesto a las guerrilleras obligadas a abortar. Se aisló en un intento por ocultar el desconcierto que lo invadía, pero la sensación asfixiante que poseía su espíritu se multiplicaba haciéndole intolerable la soledad. Quiso contrarrestar ésta profanación de su libre albedrío, embriagándose, decidido como estaba a recuperar el sentido común, pero ninguna de estas estratagemas era capaz de quitarle el estremecimiento provocado por el desfilar permanente de cadáveres, en una alucinación interminable, que ni siquiera era reproche sino dolor, agonía insufrible y culpa desconocida.
 
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